
La guerra había terminado, pero las cicatrices que dejó eran profundas. Harry Potter y Ginny Weasley habían encontrado consuelo en los brazos del otro, su amor siendo un faro de esperanza en los tiempos más oscuros. Habían reconstruido sus vidas juntos, creando un hogar lleno de risas, amor y la promesa de un futuro por el que habían luchado tanto.
Pero el destino, al parecer, tenía otros planes.
Fue una fresca tarde de otoño cuando sucedió. La Madriguera estaba llena de vida con los sonidos de la familia y los amigos, el aire impregnado del aroma del famoso pastel de calabaza de Molly. Harry y Ginny estaban sentados junto a la chimenea, sus manos entrelazadas, observando cómo sus hijos jugaban con sus primos. Teddy Lupin también estaba allí, con su cabello de un vibrante tono azul mientras perseguía a James y Albus por el jardín.
“Crecen tan rápido,” murmuró Ginny, apoyando su cabeza en el hombro de Harry.
“Demasiado rápido,” coincidió Harry, su mirada suavizándose al ver a James intentar volar en una escoba de juguete. “A veces deseo que pudiéramos detener el tiempo.”
Ginny sonrió, pero había una tristeza en sus ojos que Harry no podía comprender del todo. Últimamente, había estado más callada de lo usual, más reflexiva. Él le había preguntado al respecto, pero ella lo había evitado, atribuyéndolo al cambio de estación y a los recuerdos que la guerra había dejado.
“Harry,” dijo de repente, su voz apenas un susurro. “Prométeme algo.”
“Lo que sea,” respondió él sin dudar.
“Prométeme que, no importa lo que pase, seguirás viviendo. Por ellos.” Hizo un gesto hacia sus hijos, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.
Harry frunció el ceño, su corazón apretándose en su pecho. “Ginny, ¿de qué estás hablando?”
Ella no respondió. En lugar de eso, se inclinó y lo besó, sus labios temblando contra los suyos. Fue un beso lleno de amor, de anhelo, de una desesperación que dejó a Harry sin aliento.
A la mañana siguiente, Harry despertó en una cama vacía. Llamó a Ginny, pero no hubo respuesta. El pánico comenzó a apoderarse de él mientras buscaba por la casa, su corazón latiendo con fuerza. No fue hasta que llegó al jardín que la encontró.
Estaba tirada en el suelo, su cabello rojo desparramado alrededor de ella como un halo. Sus ojos estaban cerrados, su rostro pálido pero en paz. Harry cayó de rodillas a su lado, sus manos temblando mientras la alcanzaba.
“Ginny,” susurró, su voz quebrándose. “Ginny, por favor.”
Pero ella no despertó. Su pecho estaba quieto, su mano fría en la de él. El mundo a su alrededor pareció desvanecerse, los sonidos de la Madriguera reemplazados por un silencio ensordecedor.
Los días siguientes fueron un borrón. Harry se movió a través de ellos como un fantasma, su corazón destrozado en mil pedazos. Intentó ser fuerte por sus hijos, por James, Albus y Lily, pero el dolor era insoportable. Ginny había sido su roca, su luz, su todo. Sin ella, se sentía perdido.
En su funeral, el cielo estaba gris, el aire pesado por el dolor. Los Weasley estaban juntos, sus rostros marcados por la tristeza. Hermione se aferraba a Ron, sus lágrimas silenciosas pero interminables. Harry se mantuvo aparte, sus ojos fijos en el ataúd que contenía al amor de su vida.
Mientras lo bajaban a la tierra, sintió una mano tomar la suya. Miró hacia abajo y vio a Lily, sus ojos verdes llenos de lágrimas. “Mamá se fue, ¿verdad?” susurró.
Harry se arrodilló y la abrazó, sus propias lágrimas finalmente brotando. “Sí,” dijo con voz entrecortada. “Pero siempre estará con nosotros. Siempre.”
Pasaron los años, y la vida siguió, como siempre lo hace. Harry cumplió su promesa a Ginny, criando a sus hijos con todo el amor y la fuerza que tenía. Les contaba historias sobre su madre, sobre su valentía, su bondad, su espíritu feroz. Y aunque el dolor de su pérdida nunca desapareció por completo, encontraba consuelo en los recuerdos que habían compartido.
En el aniversario de su muerte, Harry visitaba su tumba, con una sola rosa roja en la mano. Se sentaba allí durante horas, hablándole como si aún estuviera a su lado. Y a veces, cuando el viento susurraba entre los árboles, casi podía escuchar su risa, un recordatorio de que el amor nunca muere realmente.
“Te extraño,” susurraba, su voz temblando. “Pero seguiré viviendo. Por ti. Por nosotros.”
Y en esos momentos, casi podía sentir su presencia, un cálido abrazo que lo envolvía. Ginny se había ido, pero su amor viviría para siempre, una luz que lo guiaría a través de la oscuridad, ahora y siempre.
El Fin.