
La moneda en el aire
Cuando Aurélie Dumont presentó su solicitud para trabajar en Hogwarts, huía de una mala jugada del destino en el Ministerio de Magia estadounidense. Se había labrado una carrera exitosa allí, pero antes de echar por la borda todo lo que había logrado, decidió tomar distancia. Gracias a los contactos que obtuvo siete años atrás, cuando trabajó como tutora de Draco Malfoy, supo que la vacante constante en Hogwarts para el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras era la oportunidad perfecta para poner no uno, sino dos océanos de por medio, sin importar si miraba al este o al oeste desde la Gran Bretaña mágica.
Aurélie, una bruja de sangre pura de origen francés, poseía una elegancia innata, además de una belleza etérea heredada de su abuela Vela, un rasgo que compartía con su prima menor, Fleur Delacour. Emparentadas a través de sus madres, que eran hermanas, esa característica le valía miradas furtivas y suspiros desde temprana edad. Con el tiempo, además, desarrolló una presencia que imponía respeto en cualquier lugar. Durante su época escolar, se destacó por su erudición y dedicación, lo que la llevó a obtener su primer empleo como tutora de Draco cuando este tenía apenas diez años. Fue entonces cuando el joven Malfoy, impresionado por su intelecto y carisma, se enamoró perdidamente de ella. Aurélie lo sabía de antemano y, en el fondo, lo disfrutaba de una manera casi morbosa. Recordaba con regocijo cómo la miró en cuanto entró al Gran Comedor de Hogwarts: con la misma devoción que cuando era niño, aunque ahora con algo más impreso en su mirada… pasión.
A Aurélie le gustaba ver cómo se desmoronaban, cómo su seguridad se convertía en hambre, cómo incluso los más orgullosos terminaban buscándola con las manos, con la boca, con la desesperación de quien se sabe perdido y ya no le importa. No necesitaba encantamientos ni pociones. Solo un roce, una mirada prolongada, una sonrisa apenas insinuada. Sabía exactamente hasta dónde tensar la cuerda antes de que se rompieran. Y cuando lo hacían, cuando el deseo los convertía en criaturas dóciles, dispuestas a seguir cada uno de sus caprichos, entonces sí, entonces se permitía disfrutarlo.
Porque no había placer más dulce que verlos rendirse, sabiendo que al final, siempre sería ella quien tuviera el control.
Por un breve instante, al observar en qué clase de hombre se había convertido Draco, se preguntó qué se sentiría ser la señora Malfoy. Sin embargo, desechó la idea al instante: sabía que jamás sería una candidata aceptable a los ojos de su familia, y aquello le traería más problemas de los que estaba dispuesta a afrontar. Aunque aún contaba con el prestigio de su linaje, su familia había caído en desgracia tras un desastroso negocio con un muggle que los llevó a la ruina. Sus ambiciones quedaron frustradas, y el golpe no solo minó su reputación, sino que dejó cicatrices profundas en su orgullo. En privado, Aurélie albergaba un desprecio latente hacia los muggles, un sentimiento que reprimía con cautela para mantener la condescendencia de la comunidad mágica. No obstante, prefería rodearse de magos de sangre pura o, en el peor de los casos, mestizos tolerables. Por ello, optó por fingir cordialidad y respeto, aunque por dentro sintiera lo contrario.
Pese a haber conocido a muchos hombres, tanto en el ámbito profesional como en el personal, cuando vio a Charlie Weasley, su colega recién llegado a Hogwarts, algo en él se sintió diferente. Sus ojos no la miraban con deseo, sino con la misma admiración y devoción con la que Draco solía verla cuando era un niño, como si no existiera nada más valioso en este mundo, o en cualquier otro, que ella. Sabía, sin lugar a dudas, que la deseaba, sí… pero lo que primaba en su mirada no era el deseo, sino otra cosa.
Al principio, intentó mantener las distancias con discreción, pero cuanto más lo sorprendía mirándola furtivamente, con una inocencia casi grácil, más intrigada se sentía respecto a dónde podría llevar aquello. Sabía que las relaciones entre profesores en Hogwarts no estaban prohibidas, pero sí implicaban atraer más atención de la necesaria, y eso era un problema real para ella. No quería convertirse en el centro de miradas indeseadas.
En solo una semana, comenzó a sentir cierta gratitud hacia el profesor Weasley por haber reconocido su naturaleza poco común, por haberla hecho sentir aún más poderosa y superior. Su admiración le confería aún más confianza de la necesaria y le provocaba un afecto inesperado hacia él. Sin embargo, la mañana del viernes, durante su clase, percibió algo que le provocó un escozor incómodo: el intercambio de miradas entre Draco Malfoy y una sangre sucia.
Hermione Granger.
La simple visión de aquello le resultó repulsiva. Un Malfoy jamás debería posar sus ojos en una bruja nacida de muggles. Sin duda, a los señores Malfoy no les agradaría en lo más mínimo presenciar algo así. Supo entonces que, si era necesario, informaría de ello a la señora Malfoy personalmente. Pero, por el momento, disfrutaba demasiado viendo cómo esa escoria llamada Hermione se retorcía de celos cada vez que se acercaba a su nuevo colega. Nada le daba más satisfacción.
Charlie Weasley, el segundo de siete hermanos, siempre había valorado la tranquilidad y la independencia por encima de todo. Desde niño, había sentido que el bullicio del hogar Weasley le quedaba pequeño, que el amor de su familia era un abrigo cálido, pero a veces demasiado ajustado. Así que, en cuanto se graduó de Hogwarts, partió sin mirar atrás, buscando su propio camino lejos de La Madriguera. En las vastas tierras de Rumania, entre dragones y cielos abiertos, encontró la paz que siempre había anhelado.
Apreciaba los momentos junto a su familia en Navidad o durante el verano, pero siempre sentía un alivio silencioso cuando volvía a estar solo. O al menos, eso se decía a sí mismo. Con los años, aquella soledad, antes tan reconfortante, comenzó a pesarle de formas que no terminaba de comprender. No es que anhelara compañía constante, pero había noches en las que el silencio no resultaba tan acogedor.
Nunca se había enamorado, y sinceramente, había llegado a asumir que tal vez nunca lo haría. Pero desde que Ginny le insinuó que Hermione Granger, la misma Hermione que había crecido junto a sus hermanos, parecía interesada en él, algo en su interior se sacudió. Al principio, desestimó la idea con una risa breve. Hermione era, para él, casi una hermana. Como Ginny. Pensar en ella de otra manera le parecía... incorrecto. No por la diferencia de edad —después de todo, seis años no eran nada en el mundo de los magos— sino porque jamás la había visto bajo esa luz.
Sin embargo, cuando la vio aquella noche de viernes en el túnel que conducía al campo de Quidditch junto a Draco Malfoy, tuvo que admitir que no le gustó en absoluto. No se consideraba un hermano celoso, pero al parecer, lo era más de lo que creía. Aunque lo que realmente lo inquietó no fue la cercanía entre ellos, sino la actitud de Hermione. Se veía distinta, cambiada. Ya no era la niña brillante y noble que recordaba de sus visitas a La Madriguera; con su uniforme perfectamente colocado, su postura segura y la mirada afilada, parecía imbatible. Y más lista de lo que nadie podía imaginar.
Pero por mucho que aquella escena con Malfoy se quedara en su mente, solo había una mujer que realmente ocupaba sus pensamientos: Aurélie Dumont, la nueva profesora de Defensa Contra las Artes Oscuras.
Había algo en ella que lo atraía de una manera que no sabía explicar. No era solo su belleza etérea o la elegancia con la que se movía por los pasillos de Hogwarts, sino la forma en que parecía tan absolutamente consciente del efecto que tenía en los demás. La manera en que lo miraba, con una leve sonrisa en los labios, como si supiera exactamente lo que él estaba pensando antes de que él mismo lo hiciera.
Charlie no era un hombre que se dejara llevar fácilmente por las emociones, y mucho menos por el capricho de un deseo pasajero. Pero con Aurélie… no estaba seguro de que fuera pasajero. Y eso lo desconcertaba más de lo que estaba dispuesto a admitir y sin embargo no encontro problema en llegar a hacerlo de manera abierta si percibia alguna apertura por parte de su ahora compañera de trabajo
El ambiente en Hogwarts era el de siempre: el murmullo de las conversaciones, el tintineo de los cubiertos contra los platos, el resplandor de cientos de velas flotando en lo alto. Nada en el aire sugería que la rutina se rompería en cuestión de segundos, aquel lunes durante la cena, los dos nuevos profesores no se esperaban que Draco Malfoy y Hermione Granger convulsionaran el Gran Comedor de esa manera
Aurelie Dumont, sentada en la mesa de los profesores, tenía la vista perdida en su copa, fingiendo que no escuchaba la charla insulsa de su colega a la derecha. En realidad, su atención estaba puesta en Draco Malfoy. No podía evitarlo. Había algo en él que resultaba inquietantemente tentador desde que habia llegado a Hogwarts. Su seguridad natural, la forma en que su mirada parecía prometer cosas que nadie más sabía. Y sobre todo, la manera en que sus ojos se clavaban en Hermione Granger en ese preciso instante.
Draco alzó la mirada en concordancia con Hermione Granger que se habia puesto de pie de golpe.
Su silla rechinó contra el suelo de piedra, pero no le importó. Sus nudillos estaban blancos alrededor de su varita cuando cruzó la distancia entre la mesa de Gryffindor y la de Slytherin. Sus pasos eran firmes, su ira tangible. Draco también se puso de pie y los dos se encontraron en el centro del Gran Comedor, a mitad de camino entre sus respectivas mesas, entre dos mundos opuestos.
—¿Por qué no lo repites, Parkinson? —Hermione desafió con voz gélida, por encima de Draco hacia la bruja de Slytherin
Draco no apartó la vista de ella. No porque quisiera proteger a Pansy. Ni siquiera porque le importara lo que estaba pasando. Era algo más profundo. Un hilo invisible que lo arrastraba hacia Granger, que lo obligaba a moverse en sincronía con ella.
Aurelie sintió un ardor lento en el pecho, pero no hizo ni el más mínimo ademán de interrumpir. No. Esto era mucho más revelador de lo que hubiera imaginado.
Charlie, a su lado, se tensó. Hermione tenía fuego en la mirada, una determinación que no había visto en ella antes. No era la misma chica que había dejado en Hogwarts años atrás. Había algo diferente, algo que no terminaba de entender.
Draco esbozó una media sonrisa, pero en sus ojos no había burla.
—Siempre tan apasionada, Granger.
El aire vibró entre ellos.
Hermione avanzó un paso más. Draco también.
Y entonces, lo supo.
Draco la miró como si fuera la primera vez que la veía de verdad. Como si en ese instante algo encajara en su lugar, como si de repente entendiera lo que había estado conteniendo desde el partido de Quidditch del viernes. Sus ojos recorrieron su rostro con hambre, con un reconocimiento casi aturdido, como si no supiera por qué demonios no lo había hecho antes.
El pacto entre ellos ardió.
La magia que los ataba se tensó en el aire como un lazo invisible, como una serpiente enroscándose alrededor de sus cuerpos, instándolos, desafiándolos, exigiéndoles algo.
Y Draco cedió.
En un instante, sin pensar, sin contenerse más, la tomó por la cintura y la atrajo hacia él.
Hermione apenas tuvo tiempo de jadear antes de que sus labios chocaran con los de Draco en un beso que no tenía nada de suave.
No fue un beso.
Fue una irrupción, una tormenta.
El cuerpo de Hermione se estremeció por el impacto, pero en lugar de apartarlo, se aferró a él. Su mente estaba en blanco, su magia en llamas. No había esperado esto. Era como si el suelo bajo sus pies desapareciera y solo quedara él. Aquel beso no era solo labios encontrándose. Era fuego, era vértigo, era un ancla y un abismo al mismo tiempo.
Hermione había besado antes. Sabía lo que era el roce de unos labios contra los suyos, el escalofrío que recorría la piel cuando las manos ajenas tocaban sus manos. Pero esto… esto era distinto. Porque con solo un beso, Draco Malfoy parecía estar derrumbando todo lo que ella creía saber sobre sí misma.
Draco la besó con la certeza de quien había encontrado algo que había estado buscando sin saberlo. Como si, al hacerlo, reclamara algo suyo. Sus dedos se cerraron con fuerza en la tela de su túnica, atrayéndola más, como si aún no fuera suficiente, sus oidos permanecian sordos al estallido a su alrededor
Hubo gritos, exclamaciones, murmullos frenéticos.
Algunos aplaudieron, otros gritaron de asombro, hubo quienes se levantaron de sus asientos sin saber qué hacer. El caos era absoluto.
Charlie sintió que la mandíbula se le tensaba. Su instinto fue ponerse de pie, separarlos, hacer algo. Pero su cuerpo no se movió. Solo pudo mirar, desconcertado, sintiendo una rabia sorda abrirse paso dentro de él sin saber por qué.
Cuando Hermione y Draco se separaron, lo hicieron con dificultad, con la respiración entrecortada. Hermione parpadeó, todavía con los labios entreabiertos, aún sintiendo el ardor en su piel, la vibración de la magia en su pecho.
Draco la miró como si aún no pudiera creer lo que acababa de hacer, pero sin arrepentimiento alguno, después de todo era una muestra de lo que habian convenido.
Y entonces—
—¡SILENCIO!
La voz de la profesora McGonagall resonó en el Gran Comedor con un trueno que apagó el caos de inmediato.
—¿¡Se puede saber qué significa esto!?
Snape se puso de pie con una mirada asesina, su túnica ondeando tras él.
—¡A sus asientos, todos! Excepto el señor Malfoy y la señorita Granger al despacho del director ahora mismo.
La orden fue inmediata.
Pero Hermione y Draco seguían mirándose, ajenos a todo.
Hermione parpadeó, como si despertara de un trance. Su respiración seguía errática, su piel aún ardía. Y entonces, la realidad cayó sobre ella con el peso de un conjuro inquebrantable. Dio un paso atrás, apartándose de Draco como si su cercanía la quemara. Pero él no se movió.
La miró. Sin burla, sin arrogancia, sin desafío. Había algo distinto en su expresión. Algo nuevo. Algo peligroso. Algo que le recorrió la columna como un escalofrío eléctrico y la dejó sin aliento.
El camino al despacho fue un suplicio. Hermione sentía la mirada de Draco clavada en su perfil, intensa, inquisitiva, pero se negó a mirarlo. No podía. No después de lo que había sentido.
—Podrías al menos agradecerme —murmuró Draco con su típico tono perezoso.
Hermione giró el rostro en un latigazo.
—¿Agradecerte?
Él sonrió de lado, como si todo aquello le divirtiera.
—Por no haberte besado antes. Al menos conseguimos el impacto que necesitábamos… Y ahora estás lista para lo que sigue.
—Lo que sigue es una tremenda reprimenda por lo que hicimos.
—¿Lo que hicimos? —Draco arqueó una ceja, entretenido—. Lo dices como si hubiéramos invocado un imperdonable, Granger.
—Fue indecoroso, Malfoy. —Las mejillas de Hermione ardieron.
—Pero lo disfrutaste.
Hermione sintió el rubor extenderse hasta la raíz del cabello.
—Y yo también. —Draco extendió la mano, apenas un roce. El contacto fugaz de sus dedos hizo que la magia chisporroteara entre ellos.
Hermione dejó escapar un suspiro entrecortado.
Draco no esperaba sentirse así. No con Granger. Tenía que ser la magia. Ese extraño vínculo que compartían, esa energía que se desataba cada vez que se tocaban. No podía haber otra explicación para lo mucho que lo disfrutaba.
Llegaron al despacho del director, un lugar demasiado familiar para ambos. Dumbledore ya los esperaba junto a McGonagall. No sabían cómo habían llegado hasta allí, pero la presencia de Snape a su lado lo explicaba todo. Había sido él quien los escoltó, y ahora se colocaba junto a la bruja mayor con los labios fruncidos en su perpetua expresión de desaprobación.
Por primera vez en mucho tiempo, Hermione sintió un verdadero peso de culpa en el pecho. No por lo que había sentido. Sino porque su comportamiento podía manchar el impecable historial académico que tanto valoraba.
—Severus, Minerva… yo me encargo.
Los dos magos intercambiaron miradas y se retiraron, aunque no sin antes dedicarles a sus alumnos favoritos una última mirada de desaprobación.
Y entonces, quedaron solos.
—No preguntaré qué fue eso, porque es evidente —dijo Dumbledore con una leve sonrisa en los labios, aunque su mirada los analizaba con detenimiento—. Solo les pediré que consideren algo: la magia rara vez es simple… y menos aún cuando se entrelaza con la voluntad de dos personas.
Hermione sintió que el calor volvía a subirle por el cuello, pero esta vez no era por Draco, sino por el peso de las palabras del director.
—Si esto se tratara solo de un arrebato juvenil, no estarían aquí —continuó Dumbledore, deteniendo su mirada en cada uno—. Pero ustedes dos… pareciese que han tejido algo más complejo.
Draco ladeó la cabeza, como si evaluara si debía tomar en serio lo que escuchaba.
—¿Y qué supone que hagamos al respecto, profesor? —preguntó con su tono despreocupado habitual, aunque sus ojos brillaban con interés.
Dumbledore se inclinó apenas hacia adelante.
—Eso, señor Malfoy, es lo fascinante de la magia: no todo está escrito. Algunas cosas se rompen con el tiempo… otras, en cambio, se arraigan más profundo con cada intento de negarlas.
Hermione contuvo el aliento.
—Solo les invito a reflexionar. Lo que sea que han comenzado, solo ustedes pueden decidir qué hacer con ello. Pero recuerden: el corazón y la magia son igual de caprichosos… y rara vez aceptan ser ignorados.
El silencio que siguió pesó sobre la habitación como una advertencia no dicha.
Draco sonrió de lado.
—Bueno, al menos no nos ha prohibido nada.
Dumbledore dejó escapar una suave risa.
—Oh, señor Malfoy… prohibirles algo solo haría que quisieran hacerlo más.
Y con eso, los despidió con un gesto.
Mientras salían del despacho, Hermione sintió un nudo en el estómago. No era miedo, ni vergüenza… era algo más oscuro, más visceral. Algo que le decía que lo que había comenzado entre ellos estaba lejos de terminar.
Y lo peor de todo… es que ya no estaba segura de querer detenerlo.
El camino de regreso transcurrió en un silencio espeso, cargado de pensamientos sin respuesta. Hermione apenas podía procesar lo ocurrido. Su mente saltaba entre detenerse y buscar una solución junto con los profesores—una opción que Dumbledore ya había descartado con su enigmática intervención—o seguir adelante. Y esa última opción… era la más tentadora.
Porque, por más irracional que pareciera, en esos breves minutos dentro del túnel del campo de Quidditch y los que acababan de transcurrir en el Gran Comedor, no se había sentido perdida. Al contrario, había sido más ella misma que nunca. Libre de las expectativas, sin la necesidad de sostener la imagen impecable que todos esperaban de Hermione Granger.
Cuando llegaron al punto donde sus caminos se separaban—ella debía subir hasta la torre de Gryffindor y él descender a las mazmorras—Hermione lo detuvo. No sabía por qué lo hacía, solo que el impulso la dominó antes de que pudiera pensarlo demasiado.
—No me arrepiento, Malfoy —confesó sin rodeos, mirándolo a los ojos—. Fue… demasiado. Abrumador. Pero estoy en esto contigo. Es lo que acordamos. Solo tenemos que ser más precavidos con lo que sea que está pasando con nuestra magia. Pero definitivamente quiero continuar. Entenderé si tú no quieres hacerlo.
Draco se cruzó de brazos, alzando una ceja con burla.
—¿Y por qué demonios no querría continuar?
—Tal vez porque, después del espectáculo que acabamos de montar, tus padres se enterarán más temprano que tarde… y dudo que les haga gracia.
Draco soltó una risa baja, desinteresada.
—Déjame a mis padres, Granger. No es como si nos fuéramos a casar.
Lo dijo con ligereza, como si eso despojara al asunto de cualquier importancia. Pero, en algún rincón profundo de sí mismo, sintió una punzada. Un deseo traicionero de que, al menos, una parte de todo aquello fuera real.
—Nada de besos en público —sentenció Hermione, dibujando comillas en el aire con los dedos—. Creo que ya ha quedado bastante claro que "estamos saliendo".
Draco inclinó la cabeza, su sonrisa ensanchándose con malicia.
—Si te incomoda, me contendré… al menos, no lo haré con tanto ímpetu.
La forma en la que su mirada se deslizó por su rostro hizo que Hermione se pusiera tensa.
—Pero eso no significa que no lo haré en privado.
—Malfoy, esto es una farsa —le recordó con firmeza.
Draco se acercó lentamente, lo suficiente para que su voz descendiera a un murmullo aterciopelado contra su oído.
—Algunas partes no son fingidas, Granger.
Rozó su nariz por su pómulo, su respiración cálida quemando su piel, antes de detenerse en la comisura de sus labios. Hermione sintió su pulso tamborilear frenético.
—Solo déjate llevar un poco —susurró él—. Eso también podría ser una ventaja de este arreglo.
Y con esa última provocación, se apartó, dejándola ahí, con el peso de sus palabras adherido a su piel.
Ginny la esperaba en la sala común junto a Harry y Ron. Su expresión intentaba disfrazar una emoción contenida con un falso disgusto, pero era evidente que estaba a punto de estallar. A diferencia de ella, Harry y Ron sí lucían completamente indignados.
—¿Qué carajos fue eso, Hermione? —soltó Ron sin rodeos.
—¿A qué te refieres? —respondió con fingida calma.
—¡A lo que pasó en el Gran Comedor!
—Oh, ¿te refieres a Draco Malfoy besándome?
—¡Exactamente a eso!
Hermione se encogió de hombros con total naturalidad.
—Pues eso fue. Un beso. Entre dos personas.
—Hermione… —intervino Harry, su tono más contenido pero igual de firme—. Es Malfoy. Te ha menospreciado los últimos seis años. No pretenderás que tomemos esto como un simple beso.
—No fue más que eso, Harry. Y más les vale acostumbrarse, porque Malfoy y yo estamos saliendo.
Ginny no pudo mantener su máscara ni un segundo más. Con un brillo casi febril en los ojos, se lanzó sobre Hermione, tomándola de los hombros con entusiasmo.
—¡Tienes que darme todos los malditos detalles!
Se interrumpió a sí misma cuando sintió las miradas inquisitivas de Harry y Ron clavándose en ella. Se aclaró la garganta y cambió el tono con una exagerada solemnidad.
—Por supuesto, es un acto muy loable que hayas aceptado las disculpas que Malfoy te debió dar por su comportamiento durante todos estos años… Supongo que lo hizo.
Hermione titubeó un instante. No quería mentir, pero tampoco podía decir la verdad.
—Hemos llegado a un… entendimiento mutuo y a ciertos acuerdos. Además, solo estamos saliendo, por Merlín, no es que vayamos a casarnos.
Repitió sin darse cuenta las mismas palabras que Draco había usado antes, y el peso de esa ironía la golpeó como una bofetada.
—Creo que lo mejor es respetar la decisión de Hermione y apoyarla —concluyó Ginny con determinación. Hermione le agradeció en silencio por intentar cortar aquella incómoda reunión para discutir su supuesta vida amorosa.
Harry la observó por un momento con el ceño levemente fruncido, como si tratara de descifrar algo.
—¿Pero estás contenta, Hermione? —preguntó finalmente—. ¿Feliz con esto?
Ella tomó aire y organizó sus pensamientos antes de responder.
—Con Malfoy… me siento distinta. Como si llevara menos peso encima, como si pudiera… desinhibirme. Y eso, lejos de inquietarme, me emociona. Así que sí, creo que eso significa que estoy contenta.
Ginny asintió, apoyando el mentón en su mano.
—Supongo que si está contigo sin importarle lo que los demás piensen, significa que ha cambiado su opinión sobre todas esas ideas sangre puristas.
Hermione no dijo nada. Ginny intentaba apoyarla, pero ambas sabían que algo más estaba ocurriendo, que lo que les afectaba no era solo una cuestión de prejuicios o cambios de mentalidad.
Ron carraspeó, aunque la molestia en su expresión no desapareció.
—No quiero decir ‘te lo advertí’ ahora, ni en un mes, ni en un año. Es tu decisión, Hermione.
Y sin más, tomó a Harry del brazo y lo arrastró escaleras arriba hacia la habitación de los chicos. Bostezó exageradamente antes de despedirse con un gesto de la mano.
Harry la miró una última vez antes de desaparecer escaleras arriba. Sus ojos ya no reflejaban enojo, sino una extraña mezcla de resignación y preocupación.
Cuando la puerta del dormitorio se cerró, Ginny volvió a girarse hacia Hermione con una sonrisa traviesa.
—Por el buen Godric, Hermione, ¡te has llevado al maldito jugador más sexy de Hogwarts! No me lo puedo creer.
Le dio un ligero golpe en el hombro con el puño. Hermione suspiró y lanzó un Muffliato antes de responder.
—Supongo que ya sabes por qué estamos haciendo esto.
—Por supuesto que lo deduje —Ginny sonrió de medio lado, sus ojos chispeando de diversión—, pero que el thestral no sea tuyo no significa que no puedas montarlo.
Le guiñó un ojo con picardía. Hermione exhaló con cansancio, pero no pudo evitar que la sombra de una sonrisa cruzara su rostro.
Se acomodó junto a la chimenea, dispuesta a esperar hasta que fuera más tarde. No quería enfrentarse a las preguntas de sus compañeras de cuarto. No entraría en esa habitación hasta asegurarse de que todas estuvieran dormidas.
Draco se encontró con un escenario similar al cruzar la entrada de la sala común. Theo y Blaise estaban terminando una partida de ajedrez mágico, mientras que Pansy Parkinson, de pie junto a ellos, despotricaba sin reparo contra Hermione.
—¡Es una maldita sangre sucia, Draco! ¿Qué carajos estabas pensando al besarla? Hay mejores maneras de cerrarle la boca.
Draco se pasó una mano por el rostro con fastidio antes de aflojarse la corbata.
—Francamente, Pansy, no estoy de humor para una escena.
—¡No es una escena, Draco! —le espetó, cruzándose de brazos—. ¿Has pensado en lo que podrían decir tus padres?
—Lo que digan y piensen no te incumbe —respondió con frialdad—. Así que hazme un favor, mete tus narices en tus propios asuntos y mantente al margen de los míos.
Pansy soltó un resoplido indignado.
—Ahora esa maldita perra va a creerse con derecho a hablarte, a mirarte, a—
Draco la interrumpió antes de que terminara la frase.
—No vuelvas a referirte a mi bruja de esa forma, Pansy. Contrólate o te lanzaré un Silencius aquí mismo.
El peso de aquellas palabras cayó sobre la sala como una losa de piedra. Pansy se quedó helada. Draco vio cómo sus ojos se llenaban de lágrimas, aunque las contuvo con un parpadeo rápido y una inclinación orgullosa del mentón.
Miró a Theo y Blaise en busca de apoyo, pero ambos permanecían en silencio, como si no quisieran intervenir, aunque sin dejar de escuchar cada palabra.
—Debió hechizarlo —susurró con furia, más para sí misma que para los demás—. Theo, Blaise, tenemos que hacer algo. Enviaré una lechuza a tu madre ahora mismo.
Draco la agarró de la muñeca antes de que pudiera moverse.
—No harás nada de eso. Nadie me ha hechizado. Estoy con Granger porque quiero, y punto. No espero que lo entiendas, porque ni en un millón de años poseerías un cuarto de la inteligencia que ella tiene, pero sí espero que al menos conserves un poco de dignidad.
Pansy se soltó bruscamente y, sin decir otra palabra, salió corriendo hacia los dormitorios de chicas. Draco no se molestó en seguirla con la mirada, pero sí notó cuando Daphne Greengrass, que hasta ese momento había pasado desapercibida, se levantó de su sillón y fue tras ella. Antes de marcharse, se detuvo un instante junto a él.
—No la culpes, Draco —dijo con serenidad—. Nunca la tomaste en serio, y de repente resulta que sales con la bruja a la que despreciabas hace apenas una semana. Incluso a mí me parece extraño.
Draco la miró con dureza.
—¿Tú también vas a despotricar contra ella?
Daphne sonrió con ligereza.
—Para nada. Granger siempre ha sido amable conmigo y con Astoria. Y, a diferencia de Pansy, yo no compro esa estúpida perorata de la supremacía de sangre que nos han inculcado desde pequeños.
Puso una mano sobre su muñeca en un gesto inesperadamente sincero.
—Me alegra ver que tú tampoco.
Dicho eso, se marchó tras Pansy, dejando a Draco con un extraño regusto amargo. Tal vez sí estaba dejando de creer en esas ideas. Pero si no fuera por todo el trasfondo de su situación con Granger, ni siquiera se habría permitido cuestionarlo.
Un golpe seco interrumpió sus pensamientos. Theo y Blaise habían dejado la partida de ajedrez y ahora lo miraban fijamente. Blaise, como siempre, mantenía su expresión imperturbable, pero el ligero asomo de sonrisa en sus labios le dejó claro que no tenía intención de reprocharle nada. Theo, por otro lado, tenía una sonrisa maliciosa en el rostro mientras tomaba un cojín verde oscuro y lo abrazaba dramáticamente antes de imitar, con exageración ridícula, el sonido de un beso.
Draco frunció el ceño.
—No lo hagas, Theo.
—Demasiado tarde —respondió Theo antes de lanzarle el cojín a la cabeza.
Lo tomó tan desprevenido que apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de devolverle el golpe con otro cojín más pesado. Theo trastabilló, perdió el equilibrio y, entre risas, salió corriendo escaleras arriba hacia los dormitorios de los chicos.
Hasta ese día, era impensable que Draco Malfoy pudiera ver a Hermione Granger como algo más que un blanco de desprecio. Y, sin embargo, el sabor de ella aún persistía en sus labios, un recordatorio innegable de todo lo que había sucedido.
Se dejó caer sobre su cama con el ceño fruncido, repasando mentalmente cada momento del día. Besarla había sido una provocación, una jugada arriesgada… ¿o simplemente una excusa? No podía negarlo: en algún punto, lo había disfrutado. Más de lo que debería.
Se sorprendió al notar que ni siquiera había sentido la necesidad de revisar su baúl en busca de su colección de recortes de Aurélie desde el miércoles pasado. ¿Cómo demonios había sucedido eso? Hermione Granger no tenía derecho a desplazar sus obsesiones, a colarse en sus pensamientos como si siempre hubiera pertenecido allí.
Aquella noche, el sueño tardó en llegar. Su mente oscilaba entre la satisfacción de su desafío y la incomodidad de lo que aquello realmente significaba. Pero al final, se obligó a desechar cualquier duda.
No importaba lo que se avecinaba. No importaba lo que eso despertara en él. Seguiría siendo Draco Malfoy, y si el mundo quería escandalizarse, que lo hiciera, después de todo su arrogancia natural y su orgullo innato encajaban a la perfección con su recién descubierta rebeldía.