
El hombre con dos caras
Era Quirrell quien, al verla, sonrió. Su rostro era muy diferente al tímido profesor que había visto el resto del año.
—Yo —dijo con calma— no creí que me encontraría contigo aquí, Potter.
—Yo tampoco esperaba…—dijo lentamente, procurando que el miedo no se notara en sus palabras— que fueras tan idiota como para pensar que la piedra estaría aquí.
—...—la miró con furia en sus ojos— Sé que está aquí, puedo sentirla. Solo necesito saber cómo conseguirla.
—El espejo solo te muestra aquello que tú deseas. Fue muy inteligente construir tantas pruebas para que la piedra estuviera siempre junto a él en su oficina.
Quirrell chasqueó los dedos. Unas sogas, delgadas como hilos de plata oscura, cayeron del aire y se enroscaron en el cuerpo de Harriet, sujetándola con fuerza. Empezó a maldecir en silencio; sólo estaba empeorando la situación. Necesitaba distraerlo hasta que llegaran los profesores.
—Mientes, sé que mientes —dijo Quirrell, sin darle importancia, paseando alrededor del espejo para ver la parte posterior—. Veo la piedra… se la presento a mi maestro… pero ¿dónde está?
Harriet luchó contra las sogas, pero no se aflojaron. La presión era constrictiva, sofocante.
—No comprendo… ¿La Piedra está dentro del espejo? ¿Tengo que romperlo?... ¿Qué hace este espejo? ¿Cómo funciona? ¡Ayúdame, Maestro!
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Harriet al escuchar la voz que le respondió, una voz que parecía salir del mismo Quirrell, sibilante y fría como el aliento de una serpiente.
—Utiliza a la niña… Utiliza a la niña…
Quirrell se volvió hacia Harriet.
—Sí… Potter… ven aquí.
Hizo sonar las manos una vez y las sogas cayeron. Harriet se puso lentamente de pie, las piernas temblorosas.
—Ven aquí —repitió Quirrell—. Mira en el espejo y dime lo que ves.
Pero Harriet retrocedió. Había una razón por la que no había buscado antes el espejo de Oesed; no quería ver algo que había perdido y que ya no podía recuperar.
—Acércate, Potter —repitió Quirrell chasqueando los dedos. Harriet sintió que todo a su alrededor se movía hasta que apareció frente al espejo. El aire se volvió denso, cargado de una energía opresiva.
Quirrell se acercó por detrás. Harriet respiró el extraño olor que parecía emanar del turbante de Quirrell: una mezcla de incienso rancio, sudor y algo indefinidamente fétido, como tierra húmeda y podredumbre.
Se vio reflejada, muy pálida y con cara de asustada. Pero un momento más tarde, su reflejo le sonrió. Aparecieron su padre y su madre, los de su vida pasada, sonriendo y abrazándola. Sabía que no era real; ella se veía diferente, ellos nunca fueron tan cariñosos. Pero eso no evitó que sus ojos se humedecieran.
—¿Bien? —dijo Quirrell con impaciencia—. ¿Qué es lo que ves?
—No veo nada —contestó Harriet con enojo, alejándose del espejo.
—Miente… déjame hablar con ella… cara a cara…—la aguda voz resonó de nuevo.
Harriet observó a Quirrell, que empezaba a desenvolver su turbante. El turbante cayó al suelo, revelando… horror.
Harriet quería huir, pero se encontró clavada en el suelo por el miedo. Donde tenía que haber estado la nuca de Quirrell, había un rostro, la cara más terrible que hubiera visto en su vida. Era de color blanco tiza, con brillantes ojos negros y ranuras en vez de fosas nasales, como las serpientes.
—Harry Potter… —susurró la cara, una voz áspera y sibilante.
—¿Ves en lo que me he convertido? —dijo la cara—. No más que una sombra y una quimera… Tengo forma solo cuando puedo compartir el cuerpo de otro…
—Patético —murmuró Harriet, encontrando una fuerza inesperada en su desesperación.
—Es mejor que salves tu propia vida y te unas a mí… o tendrás el mismo final que tus padres… Murieron pidiéndome misericordia…
—¡MENTIRA! —gritó Harriet entre lágrimas—. Fueron héroes y tú solo eres patético. La lástima es lo único que provocas.
—¡ATRÁPALA!
La mano de Quirrell sujetó la muñeca de Harriet con una fuerza de acero. Un dolor agudo atravesó su cicatriz, como si le hubieran clavado un cuchillo al rojo vivo. Sintió como si su cabeza fuera a partirse en dos. Gritó, luchando con todas sus fuerzas. Quirrell la derribó al suelo, apretándole el cuello con ambas manos. La oscuridad se acercaba, un velo negro que cubría su visión. El aire se escapaba de sus pulmones, un silbido agónico.
Con un esfuerzo sobrehumano, Harriet rebuscó la daga oculta debajo de su falda. Su mano izquierda forcejeaba inútilmente contra el agarre de Quirrell. Con la fuerza que le quedaba, hundió la daga en la parte izquierda del pecho de Quirrell.
Sintió que el agarre de Quirrell se aflojaba. La presión en su garganta cesó. El cuerpo de Quirrell cayó sobre ella, pesado y sin vida, presionando su lado derecho. Empujó con todas sus fuerzas para apartarlo, jadeando por aire, inhalando bocanadas profundas y entrecortadas que quemaban sus pulmones. El aire entraba con dificultad, un fuego en su garganta. Su visión era un borrón de color rojo y negro.
El dolor era abrumador: la opresión en el pecho, el ardor en la garganta, el dolor punzante en la cicatriz. Sus ojos se nublaban por las lágrimas, el mareo y el agotamiento. Estaba exhausta, incapaz de moverse.
De pronto, sintió unos brazos envolviéndola, firmes pero gentiles. Una sombra oscura que la sostenía rodeándola del aroma del incienso especiado, tinta terrosa, un toque de café amargo y… vainilla. Un aroma familiar, reconfortante, que la calmaba como un bálsamo en sus heridas. Trató de apartarse, pero el cansancio era demasiado. El abrazo la envolvía en una burbuja de protección, un refugio contra el horror que había vivido. Relajó su cuerpo, dejando que la sostuvieran, y se dejó llevar por el sueño, un sueño profundo y reparador, donde el dolor se desvanecía en la distancia.
Harriet despierta con una sensación de pesadez y confusión. Un profundo cansancio la invade, sus párpados se sienten pesados, y al abrirlos, la luz suave y cálida de la recibe. Está en una cama cómoda y mullida. El aire huele a pociones curativas y a una limpieza suave.
—Buenas tardes, Harry —dice una voz a su lado.
Una sensación de inquietud la recorre como un escalofrío. Intenta recordar dónde está, pero las imágenes de la noche anterior se mezclan con la penumbra de sus sueños, creando un caos en su mente. Un sudor frío le recorre la piel, la respiración se acelera, y una opresión se instala en su pecho.
De pronto, un fuerte latido en su cabeza la sacude, como si alguien golpeara su cráneo desde adentro. Las imágenes de la cara de Quirrell, blanca y horrible, aparecen en su mente con una claridad aterradora. La sensación de asfixia vuelve, la presión en su cuello, el miedo a la muerte. Harriet intenta respirar, pero el aire se le escapa de los pulmones, un silbido agónico.
Se siente atrapada, como si estuviera de nuevo en la cámara de piedra, con las sogas en su cuerpo, sin poder moverse. El miedo se apodera de ella, un pánico que se extiende como un incendio por su cuerpo. Su corazón late con fuerza, un martillo que golpea su pecho, y la sensación de que va a morir la invade.
Con un movimiento instintivo, débil y tembloroso, se esconde bajo las sábanas. Su cuerpo, agotado y dolorido, se encoge en posición fetal, como un ovillo intentando protegerse del mundo exterior. Es una respuesta primitiva, un reflejo de su necesidad desesperada de seguridad y protección. El frío de las sábanas contra su piel es un contraste con el calor sofocante del pánico que la asfixia. Su respiración es entrecortada y superficial, un quejido silencioso que escapa de sus labios.
El miedo la paraliza; su cuerpo está demasiado débil para huir, demasiado agotado para luchar. Solo puede esconderse, esperar a que la tormenta pase. Las lágrimas brotan silenciosas, humedeciendo las sábanas. El terror es abrumador, un peso que la aplasta, un vacío que la consume.
En ese momento, una mano cálida y suave se posa sobre la sábana, cerca de su mano. Una voz suave y familiar la llama por su nombre, un susurro que intenta penetrar la barrera de su terror. Es Dumbledore, con su mirada serena y llena de comprensión. Él permanece a su lado, observando con paciencia y respeto. No intenta forzarla a salir de su refugio, comprende su necesidad de espacio y de calma. Él sabe que lo mejor es darle tiempo, dejar que el miedo se disipe a su propio ritmo. Su presencia es un faro de esperanza en medio de la tormenta, un símbolo de seguridad y protección. Él simplemente espera, pacientemente, a que Harriet encuentre la fuerza para salir de su caparazón. Pero Harriet permanece acurrucada bajo las sábanas, inmóvil, el silencio envolviéndola como una segunda piel. El pánico ha disminuido, pero una profunda sensación de agotamiento y confusión la mantiene inerte. Quiere estar sola, procesar lo ocurrido a su propio ritmo, sin la presión de las miradas compasivas o las preguntas bienintencionadas. El mundo exterior parece lejano, amortiguado por la tela que la separa de él.
Madame Pomfrey entra en la sala, su rostro amable y preocupado. Observa a Harriet bajo las sábanas, y aunque siente la necesidad de acercarse, reconoce la necesidad de la joven de espacio. Dumbledore, que ha permanecido en silencio junto a la cama, se retira discretamente, sin poder hablar con Harriet, respetando su silencio y su necesidad de soledad.
El tiempo se desliza lentamente. Harriet permanece en silencio, escuchando los murmullos y conversaciones que llegan desde el pasillo, los pasos que se acercan y se alejan. El sonido de las voces se funde con el latido constante de su propio corazón, un ritmo que acompaña el torbellino de pensamientos y emociones que la inundan. Recorre mentalmente los eventos de la noche anterior, cada detalle, cada sensación, cada decisión. La imagen de la cara de Quirrell, la lucha, la daga, la sensación de asfixia, todo vuelve una y otra vez en su mente. El peso de lo que ha hecho, la responsabilidad de haber tomado una vida, la persigue implacablemente.
Tres días pasan en un silencio casi sepulcral. Solo los sonidos de la enfermería rompen la quietud, un murmullo constante que acompaña el procesamiento silencioso de Harriet. Finalmente, cuando Madame Pomfrey entra a la habitación para entregarle pociones, Harriet habla, su voz es débil, casi un susurro:
—No sé qué le diré a mi terapeuta. No puedo explicar nada de esto sin mentir.
—Me siento aliviada de que digas que tienes terapeuta… —respondió Madam Pomfrey con suavidad.
Harriet pensó en las mangas largas de su ropa de cama y estiró su puño izquierdo instintivamente para ocultar la cicatriz.
—Esto es… difícil de explicar. Pero no tienes que hacerlo sola. Conozco a alguien que podría ayudarte. Es una squib, una bruja sin magia. Ella comprenderá, sin necesidad de explicaciones mágicas. Podrás hablar con ella con confianza, sin miedo a ser juzgada o incomprendida. Te daré su dirección cuando te sientas mejor.
Harriet, suspiró de alivio, por fin ha encontrado una salida, una posibilidad de tener a alguien que la escuche.
Más tarde ese día, Dumbledore regresó a la enfermería. Esta vez, mantuvo una distancia respetuosa, sentándose en una silla alejada de la cama, su mirada atenta pero cautelosa. El silencio reinó por un momento, lleno de la comprensión tácita entre ambos. Finalmente, con una voz suave y llena de preocupación, Dumbledore rompió el silencio.
—Harriet —dijo— ¿cómo te sientes?
—Estoy bien, gracias —dijo Harriet. Su voz era ronca y baja. Un momento de silencio se interpuso antes de que ella continuara—. Pero… ¿qué pasará con… con lo que le hice a Quirrell?
Dumbledore asintió lentamente, sus ojos llenos de comprensión. —Fue en defensa propia, Harriet. Eso está claro para todos. Lamentamos profundamente que no hayamos podido protegerte antes. Debemos haber sido más vigilantes… —Una pausa llena de pesar—. Pero tú actuaste con valentía y con decisión para salvar tu propia vida. Eso es algo que nunca debemos olvidar.
—Yo no quería ir. Le dije muchas veces a Ron y Hermione que no se metieran, que no buscaran problemas. Pensé en todas las formas en que pude haber actuado diferente. Cuando vi que fueron hacia el tercer piso los perseguí, llamé a los profesores, a los elfos, les di mi capa y avancé porque si Quirrell volvía y los encontraba podría lastimarlos. Lo pensé demasiado y no me arrepiento de lo que hice pero desearía no haberlo hecho.
Harriet sollozó silenciosamente mientras contaba los eventos, su voz quebrada por la emoción. Las lágrimas silenciosas resbalan por sus mejillas, mostrando la profundidad de su dolor y su auto-reproche.
Dumbledore escuchó con atención, su mirada llena de compasión y comprensión. Se acerca un poco más a la cama, pero mantuvo una distancia respetuosa, consciente de la necesidad de Harriet de espacio. Cuando termina de hablar, Dumbledore permaneció en silencio por un momento, dejando que las palabras de Harriet resuenen en el aire. Luego, con una voz suave y llena de ternura, respondió:
—Harriet, escucha con atención. Tu valentía, tu lealtad a tus amigos, y tu sacrificio son cosas que no debemos subestimar. Pensaste en ellos, en su seguridad, y actuaste para protegerlos. Eso es un acto de amor y de coraje extraordinario. No te culpes por haber ido. No te culpes por haber hecho lo que creíste que era correcto, lo que tu corazón te dictaba. Sí, hubiera sido mejor si las cosas hubieran sido diferentes, si no hubieras tenido que enfrentarte a esa situación. Pero la vida no siempre nos da la oportunidad de elegir el camino más fácil, el camino sin riesgos. A veces, nos exige que actuemos con valentía, con decisión, aun cuando eso signifique enfrentarnos al peligro. Y tú, Harriet, lo hiciste. Salvaste a tus amigos, y eso es algo que nunca debes olvidar. No te arrepientas de tu valentía, de tu amor por tus amigos, de tu sacrificio. Ese es un tesoro que nadie puede arrebatarte.
Dumbledore hizo una pausa, observando a Harriet con una mirada llena de afecto. En cuanto a lo que sucedió con Quirrell… fue una tragedia, pero no fue tu culpa. Tú actuaste en defensa propia, para protegerte a ti misma y a tus amigos. Eso es algo que debemos recordar. Lo que importa ahora es que estés a salvo, que te recuperes de esta experiencia, y que puedas encontrar la paz que necesitas.
Harriet guardó silencio un momento, procesando las palabras de Dumbledore. Luego, con una voz apenas audible, hizo una petición inesperada.
—Mi daga… ¿Puedo recuperarla, por favor? Nunca fue mi intención dañar a otros. Solo la llevé esa vez, por protección.
Dumbledore contempló la petición por un momento, su mirada fija en la joven bruja. Finalmente, respondió con una mezcla de consideración y cautela.
—Lo pensaré, Harriet. Es una cuestión delicada, pero entiendo tu necesidad de recuperar tu daga. Es importante que te sientas segura y protegida. Te daré una respuesta en los próximos días. Por ahora, descansa. Necesitas recuperar tus fuerzas.
Un profundo silencio volvió a llenar la habitación. Harriet, con un suspiro de alivio, se sintió reconfortada por las palabras de Dumbledore.
Harriet descansó el resto del día, el consuelo de las palabras de Dumbledore resonando en su mente como un suave bálsamo. El sueño llegó con facilidad, un sueño profundo y reparador que la liberó, aunque solo fuera temporalmente, del peso de sus preocupaciones.
Al día siguiente, Harriet despertó sintiéndose un poco más como ella misma. La pesadez y la confusión habían disminuido, reemplazadas por una sensación de calma relativa. Se miró al espejo, observando su reflejo con curiosidad. No había moretones, solo una palidez leve y unos ojos ligeramente rojos, casi imperceptibles. Pero su cabello… ¡oh, su cabello! Era un desastre absoluto, un nido de desorden y enredos que necesitaba urgentemente ser cepillado y domesticado.
Cuando Madame Pomfrey entró en la habitación, Harriet le preguntó la fecha, y la respuesta la sorprendió. Habían pasado más días de los que había percibido. El tiempo, durante su encierro autoimpuesto bajo las sábanas, había perdido su significado, diluyéndose en una bruma de emociones y recuerdos.
—Tus amigos quieren verte —anunció Madame Pomfrey con una sonrisa amable, notando la creciente vitalidad de Harriet—. Han estado preguntando por ti constantemente.
En ese momento, Harriet fue más consciente de su entorno. Su mirada se posó sobre la mesita de noche, y luego, sobre el suelo, donde se apilaban numerosos paquetes, envoltorios brillantes y coloridos que parecían haber salido directamente de la tienda de golosinas de Honeydukes. La cantidad era abrumadora, una montaña de dulces y regalos de amigos y admiradores. Una sonrisa, genuina y cálida, floreció en el rostro de Harriet.
—Sólo unos minutos —aclaró la señora Pomfrey. Y dejó entrar a Ron y Hermione.
Harriet frunció el ceño, su sonrisa desvaneciéndose. La alegría inicial se vio rápidamente reemplazada por una mezcla de irritación y cansancio. Ver a Ron y Hermione, aunque aliviada de que estuvieran bien, le trajo de vuelta la frustración y el agotamiento emocional.
—¿Dónde está Draco? —preguntó Harriet, su voz plana, con una decepción palpable. La pregunta, inesperada para sus amigos, revelaba una complejidad de emociones que iban más allá de la simple alegría de la reunión.
Hermione parecía lista para lanzarse a sus brazos, pero Harriet se alegró de que se contuviera, consciente de su propia necesidad de espacio y de su estado emocional aún frágil.
—Oh, Harriet; estábamos seguros de que te… Dumbledore estaba tan preocupado… balbuceó Hermione, su voz llena de preocupación.
—Todo el colegio habla de ello —dijo Ron, su tono más informal, pero con una sincera preocupación—. ¿Qué es lo que realmente pasó?
La pregunta de Ron fue la gota que colmó el vaso. Harriet sintió una oleada de enojo, un cansancio profundo que se mezclaba con la frustración de tener que explicar, una vez más, lo que había sucedido.
—Lo que pasó… —empezó Harriet, su voz calmada al principio, pero gradualmente fue alzando el tono, cada palabra cargada de frustración—. Fue que dos niños idiotas, sin conocer nada sobre magia, pensaron que sería una buena idea ir detrás de un mago peligroso. Y como consecuencia, Ron fue lastimado y yo casi muero. No quiero hablar con ninguno de los dos hasta que me escriban una carta de disculpa de mil palabras, sobre qué hicieron mal y sobre por qué deben dejar que los adultos se encarguen.
Una tos seca la interrumpió al final, su garganta reseca por la tensión y la emoción. Madame Pomfrey, observando el estado alterado de Harriet, intervino rápidamente.
—Creo que necesitan irse ahora, niños. Harriet necesita descansar.
Con una mirada severa, Madame Pomfrey los escoltó fuera de la habitación, dejando a Harriet sola con sus pensamientos, su enojo y su necesidad de recuperarse en paz.
Más tarde, llegaron Draco, Theo, Daphne y Millicent. Todos parecían genuinamente preocupados, sus rostros reflejando una mezcla de alivio y ansiedad. Harriet tuvo que asegurarles varias veces que ya se sentía mejor, que estaba bien, aunque la repetición de la frase le sonaba a ella misma como una mentira piadosa. Había muchos rumores extraños circulando sobre lo que había pasado, versiones distorsionadas y exageradas de los hechos, pero Harriet se negó a hablar de ello. Después de insistir algunas veces, sus amigos, comprendiendo su necesidad de silencio, se rindieron.
—Escucha, debes estar levantada para mañana —dijo Draco, su tono habitualmente arrogante suavizado por una preocupación sincera—. Es la fiesta de fin de curso. Ya están todos los puntos y ganamos, por supuesto. Te perdiste el último partido de quidditch que ganamos contra Ravenclaw.
En aquel momento, Madame Pomfrey entró en la habitación, su expresión seria contrastando con el ambiente relativamente relajado.
—Ya tuvieron quince minutos, ahora FUERA —dijo con severidad, su voz dejando claro que no admitía réplicas.
A pesar de la brusquedad de Madame Pomfrey, la atmósfera era cálida y cariñosa. Antes de irse, Harriet, con una sonrisa genuina esta vez, se dirigió a sus amigos.
—¿Pueden llevarse los dulces? No sé qué haré con tanto. Pueden repartirlos en la sala común, excepto las paletas que me gustan, esas se quedan. Y si me guardan las tarjetas que vienen con las ranas de chocolate mejor. Las quiero para mi colección.
—¿No te gustan las golosinas? —preguntó Daphne.
—Algunas sí, pero esto es demasiado. Para la próxima prefiero flores o peluches.
—Espero que no haya próxima, señorita Potter —regañó Madame Pomfrey.
Con una última mirada a sus amigos, y una sonrisa agradecida por su preocupación, Harriet se quedó sola.
Después de una noche de sueño tranquilo y reparador, Harriet se despertó sintiéndose significativamente mejor. El peso de la experiencia traumática aún estaba presente, pero se sentía más ligera, más capaz de enfrentar el futuro.
—¿Puedo ir a la fiesta? —dijo a la señora Pomfrey.
—El profesor Dumbledore dijo que tienen permiso para ir —dijo con desdén, como si considerara que el profesor Dumbledore no se daba cuenta de lo peligrosas que eran las fiestas—. Y tienes otra visita.
—¿Quién es? —dijo Harriet.
Mientras hablaba, entró Hagrid. Como siempre que estaba dentro de un lugar, Hagrid parecía demasiado grande. Se sentó cerca de Harriet, la miró y se puso a llorar.
—¡Todo… fue… por mi maldita culpa! —gimió, con la cara entre las manos—. Yo le dije al malvado cómo pasar ante Fluffy. ¡Se lo dije! ¡Podrías haber muerto! ¡Todo por un huevo de dragón! ¡Nunca volveré a beber! ¡Deberían echarme y obligarme a vivir como un muggle!
—¡Hagrid! —dijo Harriet, impresionado al ver la pena y el remordimiento de Hagrid, y las lágrimas que mojaban su barba—. Hagrid, lo habría descubierto igual, aunque no le dijeras nada. Podría haber lastimado a Fluffy con tal de pasar.
—¡Podrías haber muerto! —sollozó Hagrid.
—Por favor no llores —decía Harriet.
Hagrid se secó la nariz con el dorso de la mano y dijo:
—Eso me hace recordar… Te he traído un regalo.
—No es un bocadillo de comadreja, ¿Verdad? —dijo Harriet, y finalmente Hagrid se rió.
—No. Dumbledore me dio libre el día de ayer para hacerlo. Por supuesto tendría que haberme echado… Bueno, aquí tienes…
Parecía un libro con una hermosa cubierta de cuero. Harriet recordó lo que podía ser… Estaba lleno de fotos mágicas. Sonriéndole y saludándolo desde cada página, estaban James y Lily Potter…
—Envié lechuzas a todos los compañeros de colegio de tus padres, pidiéndoles fotos… Sabía que tú no tenías… ¿Te gusta?
Harriet asintió, no podía hablar, pero Hagrid entendió.
Se sintió culpable porque no eran ellos quienes aparecían en el espejo de Oesed. Había conocido a James y Lily por un instante fugaz, en comparación con los casi treinta años que había compartido con sus otros padres. Sin embargo, la habían amado y protegido y Harriet no estaba segura si se lo hubiera merecido. Ahora tenía otro problema, al tocar a Quirrell se dio cuenta de que la protección de su madre ya no estaba. Tal vez era por la falta de conexión que sentía con sus padres o su intento de suicidio, pero ya no estaba.
°°°
Harriet bajó sola a la fiesta de fin de curso de aquella noche. La había ayudado a levantarse la señora Pomfrey, insistiendo en examinarla una vez más, así que, cuando llegó, el Gran Comedor ya estaba lleno. Estaba decorado con los colores de Slytherin, verde y plata, para celebrar el triunfo de aquella casa al ganar la copa durante siete años seguidos. Un gran estandarte, que cubría la pared detrás de la Mesa Alta, mostraba la serpiente de Slytherin.
Cuando Harriet entró se produjo un súbito murmullo y todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Se deslizó en una silla, entre Daphne y Millicent, en la mesa de Slytherin, y trató de hacer caso omiso del hecho de que todos se ponían de pie para mirarla.
Por suerte, Dumbledore llegó unos momentos después. Las conversaciones cesaron.
—¡Otro año se va! —dijo alegremente Dumbledore—. Y voy a fastidiarlos con la charla de un viejo, antes de que puedan empezar con los deliciosos manjares. ¡Qué año hemos tenido! Esperamos que sus cabezas estén un poquito más llenas que cuando llegaron… Ahora tienen todo el verano para dejarlas bonitas y vacías antes de que comience el próximo año… Bien, tengo entendido que hay que entregar la copa de la casa y los puntos ganados son: en cuarto lugar, Gryffindor, con doscientos doce puntos; en tercer lugar, Hufflepuff, con trescientos cincuenta y dos; Ravenclaw tiene cuatrocientos veintiséis, y Slytherin, quinientos setenta y dos.
Una tormenta de vivas y aplausos estalló en la mesa de Slytherin. Harriet aplaudía un poco incómoda con el ruido.
—Sí, sí, bien hecho, Slytherin —dijo Dumbledore.
Harriet sintió que hizo una pausa demasiado larga y la miró funcionando el ceño esperando que terminara ahí y no agregara más puntos. Pero alzó su copa hacia la mesa de Slytherin y tomó asiento.
Snape estrechaba la mano de la profesora McGonagall, con una sonrisa en su cara. Captó la mirada de Harriet, su rostro se tensó, las cejas se fruncieron y los labios se apretaron en una línea delgada, revelando con claridad que su presencia no era bienvenida. Aquello en lugar de intimidarla, solo parecía divertirla, y una sonrisa lenta y provocativa se extendió por su rostro, como si estuviera ansiosa por darle una razón aún mayor para su desprecio.
Fue una noche maravillosa, definitivamente una de las mejores que había tenido hace mucho tiempo. Disfrutó mucho escuchando las conversaciones de sus compañeros, se rió a carcajadas con algunas bromas y, por supuesto, la comida fue excelente. Todo en conjunto hizo que fuera una noche muy especial.
Al volver a su dormitorio encontró sobre su cama su capa de invisibilidad y su daga con una nota:
"Harry, recibe de vuelta tu daga. Sé que enfrentaste algo terrible, y tu acción fue valiente y necesaria. Espero que puedas encontrar paz y esta experiencia te fortalezca”.
El mapa también lo devolvió al día siguiente.
Harriet casi no recordaba que ya tenían que recibir los resultados de los exámenes, pero estos llegaron, con notas muy favorables.
Tenía la calificación más alta, un Extraordinario (O) en Encantamientos, Historia de la Magia, Defensa Contra las Artes Oscuras, Astronomía y Herbología; y un Supera las expectativas (S), que es la segunda calificación más alta en Pociones y Transformaciones. Siendo así, la mejor del año, seguida por Draco que también tenía Extraordinario en varias materias, incluyendo Pociones. Crabbe y Goyle también aprobaron todas sus materias con aceptable, lo que la hizo sentir orgullosa de haberles ayudado todo el año.
Y de pronto, sus armarios se vaciaron, sus equipajes estuvieron listos… Todos los alumnos recibieron notas en las que los prevenían para que no utilizaran la magia durante las vacaciones. Hagrid estaba allí para llevarlos en los botes que cruzaron el lago, llevando a los alumnos hacia la estación. Harriet, junto a Draco, Theo, Pansy, Crabbe y Goyle, se dirigieron hacia los últimos vagones.
Pansy, con una mueca de desdén dijo:
—¿Qué planes tienen para el verano, entonces? Yo iré a Francia con mí familia. Es aburrido, pero al menos la comida es decente.
Draco, con un brillo en los ojos, respondió:
—Creo que es un viaje a la costa francesa. Un poco de sol, un poco de quidditch… lo básico.
—Yo tengo un montón de lecturas para hacer. Tenemos una gran biblioteca.
Harriet, dirigiéndose a Theo, dijo:
—Yo pasaré tiempo en casa, tengo que repasar para mis exámenes de educación muggle, practicar mis dibujos...cosas aburridas.
Theo sonrió.
—¿Tomarás más exámenes? Pobrecita.
—Es bueno mantenerse ocupada.
Siguieron charlando y riendo, mientras el paisaje campestre se volvía más verde y menos agreste.
Comieron algunas tartas de calabaza, pasaron a toda velocidad por las ciudades de los muggles, se quitaron la ropa de Magos y se pusieron camisas y abrigos. Harriet se recogió el cabello en una trenza gruesa y suelta que cae por la espalda, su vestido era el mismo que usó en su primer viaje en tren, verde oscuro, con mangas largas. Bajaron en el andén 9 y 3/4 de la estación de King Cross.
—No olvides escribirnos —dijo Draco, con una sonrisa fría pero afable, intercambiando miradas con Harriet, Theo y Pansy antes de separarse—. Sería imperdonable perder el contacto durante las vacaciones. Nos vemos en septiembre.
Los cuatro amigos se despidieron con un asentimiento silencioso, cada uno ya pensando en sus propios planes para el verano.
Harriet bajó en el andén nueve y tres cuartos de la estación King Cross.
Tardó un poco en salir del andén. Un viejo y enjuto guarda estaba al otro lado de la taquilla, dejándolos pasar de dos en dos o de tres en tres, para que no llamaran la atención saliendo de golpe de una pared sólida, pues alarmarían a los muggles.
La gente los empujaba mientras se movían hacia la estación, volviendo al mundo muggle. Algunos le decían.
—¡Adiós, Harry!
—¡Nos vemos, Potter!
Harriet solo sonreía y se despedía con la mano.
—Sigues siendo famosa —dijo Ron detrás de ella, con sonrisa burlona.
Harriet lo miró sería.
—Todavía no recibí tu carta de disculpa —le recordó.
—¿Hablabas en serio? —preguntó con sorpresa.
Harriet asintió.
—Hermione me entregó la suya. Deberías pedirle consejo sobre qué escribir.
—Por supuesto que lo hizo —murmuró Ron mirando hacía Hermione.
Ella, Ron y Hermione pasaron juntos a la estación.
—¡Allí está ella, mamá, allí está, mírala!
Era Ginny Weasley, la hermanita de Ron, pero no señalaba a su hermano.
—¡Harry Potter! —chilló—. ¡Mira, mamá! Puedo ver...
—Tranquila, Ginny. Es de mala educación señalar con el dedo.
La señora Weasley les sonrió.
—¿Un año movido? —les preguntó.
—Mucho —dijo Harry.
—¿Ya estás listo?
Era tío Vernon, todavía con el rostro púrpura, todavía con bigotes y todavía
con aire furioso por estar cerca de magos en una estación llena de gente común. Detrás, estaban tía Petunia y Dudley, con aire aterrorizado ante la sola presencia de Harriet.
—¡Usted debe de ser de la familia de Harriet! —dijo la señora Weasley
—Por decirlo así —dijo tío Vernon—. Date prisa, niña, no tenemos todo el día. —Dio la vuelta para ir hacia la puerta.
Harriet esperó para despedirse.
—Nos veremos, entonces. Felices vacaciones.
—Espero que... que tengas unas buenas vacaciones —dijo Hermione,
mirando insegura a tío Vernon, impresionada de que alguien pudiera ser tan desagradable.
Harriet les sonrió y se fue detrás del tío Vernon.