Bajo la corriente del Destino

Harry Potter - J. K. Rowling
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Bajo la corriente del Destino
Summary
Draco Malfoy es una hermosa y orgullosa sirena omega que ha pasado toda su vida rodeado de alfas que buscan cortejarlo, pero ninguno ha logrado captar su interés. Obligado a un compromiso que detesta y ansiando un destino distinto, se aventura más allá de los límites de su territorio, adentrándose en aguas desconocidas. Sin embargo, su exploración lo lleva directo al peligro cuando un depredador marino emerge de las sombras, dispuesto a devorarlo.Harry Potter por otro lado, es un intrépido tritón alfa con un espíritu libre y una marcada indiferencia hacia los omegas, nunca ha sentido interés en el cortejo tradicional, para consternación de su familia.Durante una expedición en busca de alimento, se topa con la aterradora escena: una criatura monstruosa acecha a una sirena herida. Sin pensarlo dos veces, se lanza al rescate, enfrentándose a la bestia con fiereza.Pero lo que Harry no esperaba era que el omega que salvó no fuera un ser dulce y agradecido. En lugar de palabras de gratitud, Draco le gruñe con altanería que no necesitaba su ayuda, dejando al tritón completamente indignado. Sin embargo, por más que lo niegue, el destino ya ha enredado sus caminos en una corriente imposible de evitar.
Note
Draco sirena! , Harry triton!Hay pocas historias con Draco sirenas :( así que decidi hacer una.

Escape

El agua brillaba con un resplandor esmeralda mientras los rayos del sol se filtraban a través de la superficie, creando reflejos danzantes sobre los corales y la arena blanca del fondo marino. Era un día tranquilo en las profundidades del reino de Slytherin, y todo parecía seguir su curso con la misma monótona armonía de siempre. 

Draco Malfoy, príncipe del reino submarino, nadaba entre la multitud con una expresión cuidadosamente neutra, aunque por dentro hervía de frustración. Sus elegantes escamas plateadas relucían bajo la luz, atrayendo miradas admirativas de otros tritones y sirenas, pero a él no le interesaban. Si tan solo pudiera nadar lejos de ahí y dejar de escuchar los halagos sin sentido que le dirigieron... 

Hoy era otro día más de cortejos, y Draco ya estaba harto. Todos los pretendientes parecían leer un mismo guion ensayado: elogios vacíos, promesas de devoción y grandiosos gestos románticos que solo lo hacían rodar los ojos. Pero lo peor era su padre, Lucius Malfoy, quien parecía decidido a casarlo con el infame Tom Riddle. 

Tom Riddle era la definición de perfección en apariencia: sonrisa encantadora, modales impecables y una puerta que inspiraba respeto. Sin embargo, Draco sabía que todo eso era una fachada. Bajo su encanto meticulosamente calculado, se ocultaba algo oscuro y opresivo, algo que lo hacía sentirse atrapado cada vez que Tom le dirigía la palabra. 

Lo que más le molestaba era la forma en que lo miraba, con una confianza que rozaba la arrogancia, como si ya le perteneciera. La sola idea le revolvía el estómago. Pero su padre no lo veía de la misma manera. Para Lucius Malfoy, Tom era "el mejor partido posible", el candidato ideal para convertirse en su consorte. 

Draco lo detestaba. 

Con la irritación creciendo en su pecho, nadó con rapidez hasta el castillo, dejando tras de sí un rastro de burbujas plateadas. 

El trono de coral oscuro resplandecía bajo la luz filtrada de la superficie, proyectando sombras ondulantes sobre los muros de la gran sala. La estructura, imponente y majestuosa, parecía fundirse con la corriente marina, un símbolo de poder que sólo aquellos de la realeza podían ocupar. En él, con la elegancia imperturbable de una monarca, se encontró Lucius Malfoy, el imponente rey de las aguas. Su largo cabello plateado caía en suaves ondas sobre sus hombros, reflejando destellos plateados con cada leve movimiento y marcando su rostro afilado. La corona de perlas negras y filamentos de algas doradas descansaba con naturalidad sobre su cabeza, un recordatorio de su linaje ancestral y del dominio que ejercía sobre su reino. 

A su lado, con la misma frialdad contenida, estaba su primogénita y heredera, Lyra Malfoy. Su postura impecable y su mirada afilada dejaban en claro que no estaba allí solo como espectadora. A diferencia de otras ocasiones en las que prefería mantenerse al margen de los asuntos de su hermano menor, esta vez parecía dispuesta a opinar. 

Los ojos glaciares de Lucius se posaron en Draco con expectación. 

—Has llegado tarde —murmuró con su tono inquebrantable, sin necesidad de elevar la voz para hacer valer su autoridad. 

Draco se cruzó de brazos, con el ceño fruncido. 

—Buenos días para ti también, padre —soltó con secuencia, su voz cargada de ironía y desdén. La ira aún ardía en su interior desde la noche anterior, cuando Lucius, sin consultarlo, había aceptado públicamente la propuesta de Tom Riddle en medio de la reunión del consejo. 

El mero recuerdo le revolvía el estómago. Draco no tenía la menor intención de aceptar a Riddle como su prometido. Nunca lo había considerado una opción, ni ahora ni nunca. Su fama como "la belleza fría del reino" no era en vano; no solo por su apariencia intocable, sino porque rechazaba a cualquier tritón que intentara acercarse a él. No le interesaba ninguno de los pretendientes del reino de Slytherin, y menos aún aquel cuya presencia lo sofocaba. 

Lucius apenas le dedicó una mirada antes de continuar con su habitual tono imperturbable. 

—Esta noche estás invitado a la residencia de los Riddle. 

Su voz sonó tan fría y definitiva que, por un instante, Draco pensó que había escuchado mal. 

Se detuvo en seco. 

—¿Qué? —Su voz resonó con una mezcla de incredulidad y furia contenida. Sintió que el agua a su alrededor se volvía pesada, densa, como si lo estuviera atrapando. 

Sabía que su padre aprobaba a Tom Riddle, pero nunca imaginó que llegaría a este punto. Se lo había dicho con toda la claridad posible: Tom le resultaba repulsivo. Lo veía como si ya fuera suyo, con esa mirada calculadora y paciente, como un cazador seguro de que su presa terminaría rindiéndose. 

—Hemos hablado de esto, Draco —suspensó Lucius con la exasperación de alguien que cree estar tratando con un niño caprichoso—. Asistirás a la residencia de los Riddle. Sus padres han sido generosos con la invitación, sería una ofensa rechazarla. 

—No pienso ir —interrumpió Draco con firmeza, sin molestarse en ocultar su desprecio. 

El chasquido de la lengua de su padre fue casi imperceptible... pero el cambio en la atmósfera fue inmediato. 

—¡No me interrumpas, Draco! —La voz de Lucius estalló con la fuerza de un trueno. 

La sala entera vibró con su furia. Destellos de energía dorada brotaron de su corona, extendiéndose en ondas que hicieron temblar los pilares de coral. La presión del agua aumentó al instante, densa, sofocante, como si todo el océano quisiera aplastarlo. 

Era asfixiante. Como si el peso de todo el océano se hubiera volcado sobre Draco. 

¡No estás en posición de negarte! —rugió Lucius. 

Draco sintió que su cuerpo temblaba por instinto. Su omega interior reconocía la amenaza, el dominio absoluto de un depredador supremo. Pero aun cuando el miedo se arrastró por su piel como un veneno frío, se negó a ceder. 

Se negó a inclinar la cabeza. 

Sus manos se cerraron en puños mientras alzaba la mirada desafiante. 

—No estoy en posición de negarme —repitió Draco con una risa seca, incrédula—. Claro, ¿cómo se me ocurre? Solo soy tu hijo, no alguien con derecho a decidir sobre su propia vida. 

Lucius chasqueó la lengua, un gesto de desaprobación absoluta. 

—No me provoques, Draco. Tuviste tiempo de elegir. Años. Y, sin embargo, sigues rechazando a cada pretendiente que se te acerca. 

—Porque ninguno me interesa —escupió Draco, sintiendo que la frustración le quemaba por dentro—. ¿Y qué? ¿Ahora decide por mí solo porque crees que esperaste lo suficiente? 

Lucius se inspiró profundamente, un destello de irritación cruzando su expresión antes de que su rostro volviera a la máscara de frialdad impenetrable. 

—No se trata de lo que quieres —declaró con su tono autoritario, como si cada palabra fuera ley absoluta—. Se trata de lo que es mejor para la familia. Es hora de que formes una unión adecuada. De que asegura la línea sucesoria. 

Draco sintió que la presión en su pecho se hacía insoportable. 

—Tienes treinta años, Draco. Ya es hora de que tomes tu lugar. 

Su mandíbula se tensó hasta doler. Todo en su padre exudaba control, determinación inquebrantable. Lucius Malfoy no hacía peticiones. No negociaba. Dictaba, decretaba y esperaba obediencia. 

Draco, sin embargo, nunca había sido un hijo dócil. 

—No me casaré con alguien a quien desprecio. 

Lucius lo miró con una ira fría, letal. 

—No es una petición, es una orden. —Su voz retumbó con un poder tan abrumador que el agua alrededor de su trono se agitó como si respondiera a su voluntad. 

Draco sintió un nudo formarse en su garganta, pero se obligó a respirar. 

—No soy una pieza de ajedrez en tu juego de alianzas, padre —soltó con un veneno que nunca antes se había atrevido a usar. 

El aire chisporroteó. La magia de Lucius se disparó en un destello cegador. 

—¡Eres mi hijo! ¡Y harás lo que se espera de ti! 

El rugido de su padre sacudió los cimientos del castillo. Por un momento, Draco sintió que la presión lo aplastaría, que su cuerpo entero cedería bajo la voluntad de su progenitor. Pero no lo hizo. 

No lo haría. 

Un silencio gelido se extendio entre ambos. 

Fue Lyra quien lo rompió. 

—Padre, tal vez… —Su voz era mesurada, pero su postura rígida delataba su incomodidad—. Tal vez deberíamos darle más tiempo. 

Lucius giró lentamente la cabeza hacia ella. 

—No hay más tiempo. —Su voz descendió a un murmullo peligroso—. Ha tenido suficiente. 

El estómago de Draco se revolvió con asco y rabia. Miró a Lyra, esperando que interviniera de nuevo, que insistiera, que hiciera algo. Pero su hermana solo presionó la mandíbula y desvió la mirada. 

Traición. 

El resentimiento ardió en su pecho como fuego líquido. 

—No lo aceptaré —susurró, su voz más firme que nunca. 

Lucius se inspiró con furia contenida. 

—Draco Malfoy. No te atrevas a desafiarme. 

El agua tembló. Su corona brilló con destellos dorados y un rayo de energía se disparó desde su trono, impactando contra el suelo con un estruendo que hizo retumbar las paredes. 

Draco sintió su corazón martillar en su pecho. 

Pero no se detuvo. 

Giró sobre su eje y se lanzó hacia la salida, con cada aleteo cargado de furia contenida. 

¡Draco, vuelve aquí! —El rugido de su padre desgarró el agua, profundo y ensordecedor, como un trueno estallando en las profundidades. 

La corriente vibró con la magnitud de su poder, y por un instante, Draco sintió la presión del océano misma tratando de detenerlo. 

Pero no se detuvo. 

No esta vez. 

Que se caso él con Tom Riddle, si tanto lo admira. 

La rabia ardía en su pecho, impulsándolo a nadar más rápido, alejándose de la prisión dorada que era su hogar. 

No podía soportarlo más. 

Y entonces, en medio de su desesperación, su mente encajó las piezas y se le ocurrió una idea. 

Si su padre quería someterlo a un matrimonio forzado, si creía que podía decidir su destino como si fuera una simple pieza en un tablero… 

Entonces le demostraría cuán equivocado estaba. 

 

Encantar su apariencia fue fácil. Un simple hechizo ilusorio y su majestuosa cola plateada adquirió un tono azul apagado, carente del brillo que delataba su linaje. Su cabello, normalmente resplandeciente como la luz de la luna sobre las olas, se oscureció hasta volverse de un tono más común. Su reflejo en el cristal de coral lo mostraba irreconocible. 

Perfecto. 

Pero huir del palacio de su padre, de la vigilancia de los guardias y de la sofocante presencia de Lucius Malfoy, no sería tan sencillo. 

Sabía que su olor lo delataría si no tomaba precauciones. Su naturaleza de omega dominante lo hacía destacar, y la pista más mínima de su esencia sería suficiente para atraer atención no deseada. 

Se acercó a su tocador, donde descansaba un pequeño frasco de cristal tallado. En su interior, flotaba una sustancia plateada: esencia de algas lunares. Su madre solía usarla en ceremonias importantes. "Un velo de estrellas en el agua", la llamaba. Draco destapó el frasco con cuidado y dejó caer unas gotas sobre su piel. Al instante, su aroma se disipó en la corriente, volviéndolo indistinguible. 

Su mirada se desvió hacia los pequeños objetos desperdigados en su tocador. No podía llevarse todo, pero sí lo necesario. 

Tomó una bolsa tejida con algas resistentes y guardó varias perlas valiosas, su única moneda en los mercados marinos. Añadió un pequeño vial de ungüento curativo, preparado con corales encantados; lo había usado desde niño para sanar cortes y heridas menores. También llevó un manto de escamas negras, grueso y resistente, para protegerse del frío de las profundidades, y un cuchillo de coral, ligero y afilado. 

Pero lo último que tomó no era una herramienta, ni algo de valor material. 

Era un relicario de nácar, suave y frío al tacto, con un intrincado grabado en espiral sobre su tapa. Draco sostuvo el relicario con delicadeza entre sus dedos, sintiendo el frío del nácar contra su piel. Lo abrió lentamente, y en su interior, un mechón de cabello plateado flotó en el agua con un resplandor tenue. Su madre. 

El recuerdo lo envolvió con la fuerza de la marea. 

Cuando era niño, solía pedirle que le contara la historia de cómo había conocido a su padre. Ella siempre reía, con esa risa suave que sonaba como burbujas ascendiendo a la superficie. 

—Fue amor a primera vista, mi pequeño dragón —le susurraba, envolviéndolo con su calidez. 

Draco siempre se acurrucaba contra ella en esos momentos, fascinado. 

—¿De verdad? 

-Si. Lo vi y super que era él. Supe que había nacido para estar a su lado. 

Su madre había sido un omega de linaje noble, pero con un espíritu libre que contrastaba con la rigidez de la corte. Decía que su corazón había sido un océano en calma hasta el día en que conoció a Lucius Malfoy. 

Draco podía imaginarlo: su padre, imponente, con esos ojos gelidos y penetrantes, el alfa perfecto. Pero en la historia de su madre, él no era el hombre severo que Draco conocía ahora. 

—Era tan distinto entonces… —susurró para sí mismo, con la mirada perdida en el relicario. 

Lucius Malfoy, el alfa temido por todo el reino, alguna vez había sido un esposo devoto. Un padre cariñoso. 

Draco lo recordaba. 

Recordaba las veces que lo había sostenido en brazos cuando era un niño demasiado pequeño para nadar rápido. Recordaba su risa baja y contenida cuando lo llamaba "mi pequeño tritón" y le revolvía el cabello con afecto. Recordaba las noches en las que su madre le cantaba y su padre, en lugar de retirarse con frialdad, se quedaba cerca, vigilante, con una expresión suave que ahora parecía imposible en su rostro. 

Y entonces, ella murió. 

Y con ella todo se rompió. 

Draco tenía cinco años cuando ocurrió. Demasiado pequeño para entender del todo. Lo único que comprendió fue que su madre no regresó. Que su olor se desvaneció del palacio. Que su padre dejó de sonreír. 

La primera vez que lo vio después de su muerte, Lucius se arrodilló ante él y lo sostuvo entre sus brazos con fuerza. 

—Ya no está, Draco —susurró, su voz ronca de dolor. 

Draco solo pudo aferrarse a él y llorar. 

Pero con los años, incluso esos brazos desaparecieron. 

Lucius dejó de ser el padre que lo abrazaba, que lo cargaba sobre sus hombros para enseñarle los reinos del océano. Se convirtió en el rey de hielo, en la autoridad indiscutible que solo veía en él una responsabilidad, una pieza dentro de la estructura política de la corte. 

Y su hermana… 

Lyra era la heredera, la alfa destinada a ocupar el trono. Cuando su madre vivía, solía ser su mejor amiga, su protectora. Se burlaba de él cuando hacía berrinches, lo arrastraba por los jardines de coral cuando se negaba a salir de su habitación, lo abrazaba cuando sentía miedo. 

Pero la muerte de su madre la cambió también. 

Las responsabilidades de la corona la alejaron de él, poco a poco. Su entrenamiento, sus deberes, la presión de su padre. Y Draco, aún siendo un omega dominante, entendió desde pequeño que nunca sería la prioridad. 

Estaba solo. 

Siempre lo había sido. 

Un nudo se formó en su garganta, pero lo tragó con fuerza. No tenía sentido lamentarse por cosas que nunca volverían. Sus dedos rozaron el frío metal del relicario antes de cerrarlo con cuidado y guardarlo en su bolsa, junto con los últimos vestigios de una infancia que se sentía cada vez más lejana. 

Su madre había amado a su padre con todo su ser, con una devoción tan intensa que Draco, de niño, había soñado con encontrar un amor igual. En las noches, cuando su madre le contaba historias de Omegas y Alfas destinados, él las escuchaba con fascinación, imaginando el día en que su propia historia comenzaría. Creía en los lazos del destino, en los encuentros inevitables y en los amores que trascendían el tiempo. 

Pero ese sueño se había marchado hace mucho. No creía en las historias de almas gemelas. No creía en el amor predestinado. No después de haber visto lo que quedó de su padre cuando su madre desapareció. 

Suspiré, dejando que la melancolía lo envolviera por un momento antes de sacudirse el pensamiento. No tenía sentido aferrarse al pasado. No ahora. 

Se giró hacia su tocador y sacó dos pequeños pergaminos. Sabía que Blaise y Pansy estarían preocupados por él. Ellos eran los únicos que jamás lo habían abandonado, los únicos que lo conocían de verdad. No podía dejarlos atrás sin al menos una despedida. 

Tomó una pluma y escribió con trazos elegantes y precisos: 

 

Blas, Pensamiento, 

No intenten detenerme. No intenten buscarme. Esta es mi elección, y no voy a cambiar de opinión. No puedo seguir viviendo bajo las expectativas de mi padre, así que encontraré mi propio camino. Les contaré todo cuando llegue el momento. 

Cuidense. 

Draco. 

 

Exhaló lentamente y tocó ambos pergaminos con la yema de los dedos. Susurró un hechizo, observando cómo las letras brillaban suavemente antes de que los pergaminos se desvanecieran en el agua, transportándose a su destino. 

Su mirada se desvió hacia el mapa que Pansy le había conseguido en secreto. Era antiguo, hecho en pergamino resistente al agua y con inscripciones detalladas de las cuatro grandes regiones del océano. Cuatro reinos que dividían las yeguas: Gryffindor, Slytherin, Ravenclaw y Hufflepuff. 

Gryffindor , el reino del fuego en las profundidades, con sus aguas cálidas, géiseres submarinos y estructuras de coral rojo. Un reino de guerreros y aventureros. 

Slytherin , su hogar, el reino de la nobleza, el poder y la estrategia. Sus aguas eran frías y elegantes, llenas de palacios imponentes y antiguas dinastías que gobernaban con astucia. 

Ravenclaw , el reino del conocimiento, con ciudades flotantes y bibliotecas sumergidas donde los más sabios buscaban respuestas en pergaminos milenarios. 

Hufflepuff , el reino de los marineros y comerciantes, con sus prósperas aldeas llenas de actividad y su gente de espíritu libre. 

Draco estudió el mapa, buscando su mejor opción. No podía quedarme en Slytherin. Si quería desaparecer de la verdad, necesitaba un reino donde nadie esperara encontrarla. 

Hufflepuff. 

Sí. Allí.  

Ese era su mejor destino. 

Un reino donde las estructuras aristocráticas no gobernaban cada aspecto de la vida, donde los linajes y los títulos significaban poco y la supervivencia dependía de la comunidad en lugar del poder. Era el escondite perfecto. Nadie lo buscaría allí. 

Enrolló el mapa con cuidado y lo deslizó dentro de su bolso junto a sus pocas pertenencias. Su decisión estaba tomada. 

No podía arriesgarse a que alguien lo descubriera antes de escapar, así que necesitaba moverse con extrema precaución. 

Inspiró hondo y se deslizó hacia la salida de su habitación. La mansión Malfoy era un laberinto de pasillos fríos y silenciosos, custodiados por guardias de la familia. Conjuró un hechizo de invisibilidad sobre sí mismo, sintiendo cómo la magia lo envolvía en un leve escalofrío. Con cada movimiento, su concentración aumentaba; no podía permitirse ningún error. 

Avanzó con sigilo, deslizándose entre las sombras de los pilares de coral y las estatuas ancestrales. Cada latido de su corazón sonaba demasiado fuerte en sus oídos, como si el propio océano pudiera delatarlo. Cuando un guardia apareció en su camino, levantó su varita y conjuró un hechizo de confusión leve, suficiente para hacer que el hombre frunciera el ceño y nadara en dirección contraria, olvidando por completo que había visto algo inusual. 

Finalmente, tras lo que parecía una eternidad, llegó a la salida secreta que conducía a los túneles inferiores, aquellos que antiguamente habían sido rutas de escape en tiempos de guerra. Apretó los labios, invocó un último hechizo para reforzar su disfraz y nadó a toda velocidad hacia la aldea plebeya. 

Sería su primera parada antes de llegar a Hufflepuff. Tenía que integrarse, volverse uno más entre ellos. Solo entonces, comenzaría su verdadera libertad. 

Escapar fue la parte fácil. Encontrar un refugio en aquella vasta extensión marina, no tanto. 

Tras nadar durante horas, evitando patrullas y cualquier rastro de la guardia de Slytherin, Draco se topó con una pequeña aldea plebeya. Era un sitio modesto, construido entre arrecifes y corales, con casas talladas en piedra marina y redes de algas ondeando con la corriente. No había palacios ni torres de nácar, ni calles amplias adornadas con perlas. Solo refugios sencillos, hechos para sobrevivir. 

El anciano tritón que lo encontró, un viejo de piel escamosa y barba entretejida con algas, lo miró de arriba abajo con una ceja levantada. 

—Pareces perdido, muchacho —comentó con voz ronca. 

Draco, aún con su hechizo de disfraz en su lugar, avanzando con una mueca ensayada. 

—Me expulsaron de mi hogar —mintió con facilidad—. No tengo adónde ir. 

El anciano chasqueó la lengua y suspir. 

—Bah, otro joven rebelde huyendo de su clan. Bienvenido al montón. Puedes quedarte, pero aquí todos trabajan. ¿Entendido? 

Draco se movió sin mucho entusiasmo, sin imaginar lo que eso significaría. 

Ahora, con una canasta vacía en las manos y rodeado de plebeyos que lo miraban con escepticismo, se preguntaba si realmente había sido una buena idea aceptar la hospitalidad del viejo. 

—Esperan que yo haga qué? —repitió, con una expresión entre la incredulidad y la repulsión. 

Una sirena de cabello enredado y expresión aburrida suspendida con impaciencia. 

—Recolectar comida. Algas, crustáceos, lo que mar. Oh, no viene. —Se encogió de hombros y le hizo un gesto hacia el arrecife—. Vamos, ponte a trabajar. 

Draco sintió que su orgullo daba un vuelco. ¿Recolectar algas? ¿Crustáceos? Él nunca había tenido que hacer algo así en su vida. Su comida siempre llegaba en bandejas de nácar, preparadas por los mejores cocineros del reino. Y ahora… ¿tenía que rebuscar entre rocas y algas como un simple plebeyo? 

Respir hondo. Era parte de su plan. Pasar desapercibido. Si se negaba a hacerlo, levantaría sospechas. Así que, con una dignidad que no encajaba en absoluto con la situación, tomó la canasta y se alejó con un aire de falsa indiferencia. 

—No te alejes mucho —advirtió otra sirena, esta con camaras moradas y una sonrisa maliciosa—. Si sales de la zona segura, las criaturas del arrecife te arrancarán los dedos. 

Draco rodó los ojos. Como si él fuera tan ingenuo. Sabía cómo moverse en el agua mejor que cualquiera de ellos. Así que se sumergió entre los corales, con la firme intención de recoger algo lo suficientemente decente para salir de esa humillación lo antes posible. 

Pero había un problema. 

No tenía idea de lo que estaba haciendo. 

Revolvió entre un lecho de algas y tomó un puñado. ¿Esto era comestible? Olía a… un pescado en mal estado. Draco hizo una mueca y lo arrojó lejos. Luego intenté tomar lo que parecía un tipo de almeja extraña, solo para que la cosa se cerrara violentamente sobre su dedo. 

—¡Por las profundidades! —exclamó, sacudiendo la mano para librarse de la criatura que ahora colgaba de su dedo. 

Se oyó una carcajada detrás de él. 

—Parece que el novato no sabe diferenciar entre comida y depredadores. 

Draco apretó los dientes y lanzó una mirada asesina al tritón que se burlaba de él. Pero su desgracia no terminaba ahí. 

Mientras trataba de recuperar lo poco que le quedaba de dignidad, sintió un ligero movimiento cerca de su cola. Giró la cabeza justo a tiempo para ver una criatura pequeña, parecida a un pulpo, que se deslizaba hacia él con demasiada confianza. 

—Oh, no lo harás —susurró Draco, alejándose lentamente. 

Pero la criatura lo ignoró por completo y, antes de que pudiera reaccionar, se prendió de su brazo con una rapidez aterradora. 

—¡Agh! ¡Suéltame, bicho asqueroso! 

El grupo de plebeyos estalló en carcajadas al ver a Draco agitando el brazo en un intento desesperado de despegarse al intruso. Finalmente, un anciano tritón se acercó, con una sonrisa divertida. 

—Aprieta su cabeza, muchacho. Así se soltarán sus ventosas. 

Draco lo fulminó con la mirada, pero no tenía otra opción. Siguió la instrucción y, efectivamente, la criatura lo soltó de inmediato y salió nadando con un chirrido indignado. 

Respir hondo, intentando ignorar las risas que lo rodeaban. 

— ¿Cómo demonios sobreviven aquí? —gruñó, masajeándose el brazo adolorido. 

—Con experiencia. —La sirena de antes le guiñó un ojo—. No te preocupes, novato. En unos meses tal vez aprendes a no dejar que la comida te ataque primero. 

Draco apretó los dientes. Oh, cómo odiaba este lugar. Pero al menos, nadie sospechaba quién era él. 

Los días pasaron y, para su disgusto, comenzó a adaptarse. No porque le gustara, claro, sino porque no tenía otra opción. Aprendió a diferenciar entre algas comestibles y venenosas (después de un desagradable incidente que lo dejó con la lengua entumecida por horas), descubrió que las conchas eran más difíciles de atrapar de lo que parecían, y que algunos peces eran lo suficientemente estúpidos como para dejarse capturar si se tenía la paciencia suficiente para esperar el momento exacto. 

Era agotador, tedioso y absolutamente humillante… pero sobrevivía. 

El anciano tritón que le había dado refugio se mostró satisfecho con su progreso. No era común que alguien como Draco, con su aire arrogante y su desprecio inicial por la vida plebeya, lograra mantenerse a flote. Literalmente. 

—Vas aprendiendo, muchacho —comentó el viejo tritón una noche, mientras ambos limpiaban un par de peces para la cena. 

Draco resopló. 

—Dudo que esta sea una habilidad que necesita en el futuro. 

—Nunca sabes. La vida da muchas vueltas. 

Draco prefirió no responder y se concentró en su tarea. Pero en el fondo, no podía evitar pensar que tal vez el viejo tenía razón. No tenía idea de cuánto tiempo estaría allí, ni qué pasaría después. 

Fue una semana después cuando ocurrió el desastre. 

Draco había comenzado a explorar más allá de los límites de la aldea, confiado en que ya sabía moverse sin perderse. Estaba seguro de que podría encontrar una mejor zona de pesca o, al menos, un lugar donde pudiera estar a solas sin los molestos tritones exigiéndole trabajo. 

—No te alejes demasiado, novato —le advirtió la sirena de antes, con los brazos cruzados y una ceja arqueada—. No queremos salir a buscar tu cadáver después. 

Draco le lanzó una mirada altanera. 

—Por favor, puedo cuidarme solo. 

Ella rodó los ojos, pero no insistió. Draco tomó su pequeña red de pesca y se alejó, ignorando por completa la advertencia. 

Al principio, todo iba bien. Encontró un arrecife con una abundante cantidad de peces y estaba considerando la posibilidad de regresar con más de los necesarios, solo para demostrar que podía hacerlo mejor que los demás. Sin embargo, cuando decidió dar la vuelta… algo no estaba bien. 

El agua se sentía más fría. La luz del sol no penetraba tanto en esa zona, y de repente, el arrecife ya no se veía tan familiar. 

Draco frunció el ceño y nadó en la dirección opuesta. Pero tras varios minutos, nada cambiaba. Todo lucía igual, interminable, sin referencias claras. Un escalofrío le recorrió la espalda. 

No podía estar perdido. No él.  

Pero cuando giró en otra dirección y terminó exactamente en el mismo lugar donde había estado haciendo un rato, tuvo que enfrentarlo: 

Se había perdido en lo profundo del mar. 

El pánico comenzó a instalarse en su pecho como una criatura de mil garras. Draco intentó controlar su respiración, pero el agua a su alrededor parecía volverse más densa, más oscura. 

Esto no está pasando. No está pasando. 

Pero sí estaba pasando. Por mucho que intentara engañarse, la verdad era innegable: se había perdido. Y no solo eso, sino que algo en ese lugar se sintió... equivocado. 

El agua se estremeció a su alrededor. Un murmullo grave, casi un rugido ahogado, recorrió la corriente. Draco sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Lentamente, giró la cabeza. 

Algo se movía entre las sombras del arrecife. Algo grande. 

Draco no esperaba para averiguar qué era. Se dio la vuelta y nadó tan rápido como pudo, impulsándose con todas sus fuerzas. Su cola se agitaba furiosamente, su corazón latía con tanta fuerza que parecía retumbar en su cabeza. 

Pero el sonido de la criatura siguió su fuga. Y cada vez estaba más cerca. 

Draco cometió el error de mirar atrás. 

Fue entonces cuando lo vi. 

Frente a él, emergiendo de la penumbra del arrecife, una criatura de pesadilla lo acechaba. Su piel era de un negro profundo, casi traslúcido, con vetas rojizas brillando como venas expuestas. Su enorme cabeza, parecida a la de un depredador abisal, tenía una mandíbula llena de colmillos desiguales y curvados, de los que goteaba una sustancia espesa y luminiscente. 

Pero lo peor eran los tentáculos. Largos, delgados y cubiertos de espinas retráctiles, se movían con una inquietante precisión, deslizándose entre las corrientes con la clara intención de atraparlo. Draco contuvo un grito cuando uno de ellos rozó su pierna, dejando una sensación helada en su piel. 

—¡POR MERLÍN!—chilló Draco, impulsándose con un frenesí desesperado. 

El monstruo se lanzó hacia él, su boca abriéndose como una caverna oscura. Draco esquivó por los pelos, sintiendo la succión que la criatura generaba al intentar devorarlo. 

— ¡NO, NO, NO, NO! —gritó, agitándose como un pez fuera del agua, moviendo la cola con urgencia para alejarse. Pero el monstruo lo siguió, con movimientos lentos pero seguros, como si estuviera disfrutando de su desesperación. 

Draco se giró rápidamente y nadó con todas sus fuerzas. Su cola se agitaba frenéticamente, cortando el agua a una velocidad impresionante. Pero no importaba cuán rápido se moviera, la criatura seguía tras él, cada vez más cerca, como si supiera que su presa estaba agotándose. 

Sintiendo la desesperación apoderarse de él, Draco se arriesgó a mirar atrás… y se arrepintió al instante. 

El monstruo abrió su boca descomunal y lanzó un chillido burbujeante, revelando sus aterradores dientes. De su garganta salió una lengua larga y bífida que se movió con rapidez. Draco sintió un tirón en su cola.

La criatura lo había atrapado. 

Un grito ahogado se escapó de su garganta. Pataleó y golpeó con sus garras el tentáculo viscoso que lo sujetaba, sintiendo cómo la piel resbaladiza se cerraba con fuerza alrededor de su cola. Su mente se llenó de terror puro. ¡No iba a morir así! 

Pero su fuerza no era suficiente. Por más que luchara, el monstruo lo jalaba inexorablemente hacia su boca. 

¡No, no, no! 

Cuando ya casi sintió el aliento pútrido de la criatura envolviéndola, algo cruzó el agua como un rayo. 

Un tritón desconocido se lanzó contra la bestia con una lanza de coral afilada. Draco apenas tuvo tiempo de procesar lo que pasaba antes de que el arma se clavara en el ojo del monstruo con un ruido sordo y asqueroso. 

El chillido de la criatura fue tan ensordecedor que Draco sintió que sus oídos iban a explotar. 

El agarre en su pierna se debilitó por un instante y Draco, reuniendo sus últimas fuerzas, se zafó y nadó rápidamente hacia su salvador. 

—¡Vamos! —gritó el tritón, tomándolo del brazo y jalándolo con una fuerza impresionante. Sin pensarlo, Draco se dejó llevar, alejándose lo más rápido posible de la monstruosidad que aún se retorció de dolor entre las sombras del arrecife. 

Draco jadeaba, su corazón golpeando su pecho con brutalidad. Apenas podía creer que seguía con vida. Miró a su misterioso rescatador, aún temblando por el susto. 

Las aguas aún temblaban con el eco de la bestia furiosa. 

Draco no podía respirar. Su pecho se alzaba y descendía en espasmos rápidos, y cada bocanada de agua le quemaba la garganta. Sentía la piel helada, los músculos rígidos y la mente tambaleante, aún atrapada en la imagen de aquellas fauces dentadas que casi lo habían partido en dos. 

Una mano firme lo sostuvo del brazo, tirando de él con una fuerza que lo dejó sin aliento. No opuso resistencia. No podía. Su cuerpo entero se movía por pura inercia, su voluntad aplastada por el miedo paralizante que aún lo dominaba. 

Finalmente, la presión de la mano cambió y, antes de que pudiera reaccionar, Draco fue arrastrado hacia un abrazo fuerte y protector. 

—Estás bien… respira. 

La voz profunda, grave y firme lo envolvió como un hechizo. Draco se aferró al cuerpo cálido del tritón desconocido sin pensarlo, con los dedos crujientes sobre su piel como si temiera que, si lo soltaba, la criatura de las profundidades regresaría por él. 

Su respiración era errática, entrecortada. Su corazón martillaba en su pecho como si quisiera escapar de su propio cuerpo. Sintió el temblor en sus brazos, el estremecimiento incontrolable que sacudió su columna. 

—Casi… casi me mata —murmuró, más para sí mismo que para su rescatador. Sus palabras salieron en un murmullo ahogado, incapaces de contener el horror que lo invadía. 

—Pero no lo hizo. —La voz del tritón era serena, pero firme. No lo soltó. 

Draco tragó saliva, aún temblando, aún sintiendo la sombra de la criatura en la oscuridad del agua. Levantó la vista con dificultad y, por primera vez, se encontró con los ojos de su salvador. 

Eran verdes. Verdes como el coral más profundo, como el fulgor de las algas bajo la luz del sol. Un verde brillante e hipnótico que contrastaba con el cabello oscuro que flotaba a su alrededor. 

Draco no pudo apartar la mirada. 

—¿Quién…? —intentó preguntar, pero su voz se quebró. El oxígeno le falló, su mente aún nublada por la adrenalina. 

El tritón no respondió de inmediato. Su mirada seguía fija en él, intensa, como si estuviera analizándolo, evaluándolo. 

—¿Quién eres? —Draco intentó de nuevo, su tono apenas un susurro. 

Pero su cuerpo ya no le respondería. 

El agotamiento, la falta de oxígeno y el puro terror de lo que acababa de vivir lo golpeó todo a la vez, haciendo tambalearse. Su visión se volvió borrosa, y por más que intentó mantenerse consciente, sintió cómo el mareo lo arrastraba hacia la oscuridad. 

Su respiración era errática, su pecho subía y bajaba con dificultad. No podía despegar la mirada del tritón que lo había salvado, de sus ojos intensos que lo observaban con una mezcla de preocupación y determinación. Sus labios se entreabrieron, queriendo decir algo, cualquier cosa, pero antes de poder hacerlo, su fuerza lo abandonó. 

El último atisbo de conciencia que tuvo fue el calor de unos brazos fuertes rodeándolo, sosteniéndolo firmemente mientras su cuerpo cedía. La sensación de seguridad era inesperada, casi reconfortante, y fue lo único que le permitió rendirse finalmente a la oscuridad. 

Lo último que escuchó antes de perderse por completo fue la voz del desconocido, profunda y tranquila, murmurando: 

—Te tengo.