El nombre que nunca dije.

Harry Potter - J. K. Rowling
M/M
G
El nombre que nunca dije.
Summary
Severus nunca dijo “te amo”. Sirius nunca volvió.Pero aún así… compartieron un último silencio que casi fue amor.Después de la guerra, tras años de rencor, de palabras no dichas y heridas mal cerradas, Severus y Sirius vuelven a encontrarse. Lo que sigue no es perdón, pero tal vez… el inicio de algo que pudo haber sido.Una historia sobre lo que se perdió, lo que dolió, y lo que queda cuando ya no queda nada.

No podía decir que lo odiaba. No del todo. Pero tampoco se atrevía a pronunciar lo contrario.

Las palabras —como siempre— eran traicioneras.

 

Durante los años en Hogwarts, Sirius Black le resultaba insoportable. Arrogante, engreído, con esa sonrisa que derretía a medio colegio y esa necesidad constante de ser el centro de todo. Le irritaba su forma de andar, como si el mundo estuviera diseñado para aplaudirle cada paso. Le irritaba aún más que a veces… no le fuera indiferente.

 

La enemistad fue una constante durante casi todos sus años. Duros, tontos, adolescentes, atrapados en una guerra absurda entre casas y egos. James Potter siempre era el detonante, claro, con su obsesión por la pelirroja y su desprecio hacia todo lo que no brillaba como él.

 

Pero en los últimos dos años… algo cambió.

 

Sirius ya no reía con tanta facilidad ante las bromas pesadas. No perseguía con la misma alegría las ideas de Potter. Había momentos —breves, casi imperceptibles— en los que le lanzaba miradas distintas. A veces, incluso, sonreía. Y no eran burlas.

 

Severus lo notó. Por supuesto que lo notó. Lo odiaba por haberlo notado.

 

Y, aunque nunca lo admitiría, se acostumbró a esa calma. A ser menos importante para los Merodeadores. A esos pasillos tranquilos donde Sirius pasaba junto a él sin lanzar maldiciones, solo una sonrisa silenciosa y, a veces, una sombra de algo que aún no sabía nombrar.

 

 

Se reencontraron dos años después de Hogwarts.

 

No fue un duelo. No fue un enfrentamiento cargado de viejos rencores, como él había esperado. Fue un bar muggle, una noche cualquiera, y una invitación que no supo cómo rechazar. O tal vez no quiso.

 

—¿Tomamos algo?

 

Eso fue todo lo que dijo. Así de simple. Así de devastador.

 

Severus lo miró con desconfianza, la respuesta afilada a punto de nacer. Pero Sirius sonrió. Esa maldita sonrisa. No la había olvidado. La había odiado, añorado, maldecido en sueños.

 

—No.

 

Esa fue su respuesta. Las primeras cinco veces.

 

La sexta vez… dijo sí.

 

Y así comenzó el año más extraño, más insoportable, más cálido de su vida.

 

No hubo apodos crueles. No hubo bromas pesadas, ni recuerdos de pasillos oscuros donde volaban hechizos no solicitados. Hubo silencio, respeto, incluso apoyo. Sirius —aún con su arrogancia intacta— se mostraba más… ¿adulto? ¿herido, quizás?

 

Y Severus, sin darse cuenta, se dejó caer en algo que nunca había tenido: un amor que no dolía.

 

Se enamoró. No de un ideal, sino de un hombre imperfecto que lo escuchaba cuando hablaba, que lo defendía cuando dudaba, que no lo juzgaba incluso cuando él mismo se odiaba.

 

Y por primera vez, Severus pensó que tal vez, solo tal vez, podía merecer algo más que soledad.

 

Pero todo lo bueno termina.

 

A veces, lo hace con el tiempo. A veces, lo hace de golpe. En su caso, fue con una profecía. Y una elección estúpida.

 

Nunca hablaron de ello. No se atrevieron.

 

Sirius era parte de la Orden del Fénix. Él… él ya había tomado la Marca. Un acto de cobardía que quiso disfrazar de convicción. Fue joven, fue idiota, y creyó que sería fuerte.

 

Fue su segunda gran traición.

 

La primera había sido llamar a Lily sangre sucia. La segunda, tomar la Marca. La tercera, no decir “te amo”. La cuarta… la profecía. La quinta, confiar ciegamente en alguien que no debía.

 

Le contó a Sirius. Le habló de la profecía. Le pidió ayuda. Y en su mente, eso era amor: confiar en él, entregarle una parte de sí que podría destruirlos a ambos. Pensó que sería suficiente.

 

No lo fue.

 

Aquel fue el principio del fin.

 

El resultado fue un cuerpo sin vida. Una mujer pelirroja que no lo perdonó. Un niño llorando entre ruinas.

 

Y Severus, de rodillas, deseando no haber nacido. Deseando haber muerto antes que ver aquella escena con sus propios ojos.

 

No fue solo Lily quien murió esa noche.

 

Severus también.

 

El odio fue su escudo. El dolor, su alimento. La culpa, su castigo. Y Sirius… Sirius se convirtió en el rostro de todo lo que había perdido.

 

No importaba si era justo. No importaba si era verdad.

 

Lo necesitaba.

 

Necesitaba odiarlo.

 

 

Pasaron los años.

 

La guerra dejó cicatrices que nadie quiso ver. Azkaban se llevó a Sirius. Y Severus… se quedó con los restos de lo que alguna vez fue amor.

 

Nunca habló de él. Nunca lo mencionó. Pero lo llevó siempre dentro, como una herida cerrada en falso.

 

Y cuando escuchó que había escapado de Azkaban, no sintió alivio.

 

Sintió vértigo.

 

Se encerró en su mazmorra y lloró. No por compasión. No por miedo.

Lloró porque lo odiaba. Porque no lo había buscado. Porque no lo había salvado.

Porque aún lo amaba.

 

Era un llanto sin nombre. Hecho de rabia, de abandono, de tristeza, de preguntas que nunca se atrevió a hacer.

 

¿Por qué no viniste por mí? ¿Por qué no dijiste nada? ¿Acaso me olvidaste tan fácilmente?

 

Se dijo a sí mismo que lo odiaba. Se repitió esas palabras como un hechizo protector.

Pero el odio, a veces, solo es amor mal enterrado.

 

Y cada vez que lo veía en los pasillos, cada vez que escuchaba su nombre en labios ajenos, algo dentro de él se estremecía.

 

No era justo.

 

Pero así era.

 

Así había sido siempre.

 

____

 

—Bueno, en vista de lo que está sucediendo… —dijo Dumbledore apenas Severus cruzó el umbral. Su voz mantenía esa calma crónica que desesperaba tanto como tranquilizaba.

 

—Será mejor que empiecen a llevarse bien —añadió con una media sonrisa, mientras indicaba con un leve gesto la figura de un hombre al otro lado del despacho. Un hombre que Severus conocía demasiado bien.

 

Sirius.

 

Su silueta se recortaba junto a la ventana, como si la luz de la tarde dudara si iluminarlo o no.

 

—Podríamos comenzar con un apretón de manos —propuso Dumbledore, con ese aire teatral disfrazado de sencillez.

 

Hubo un silencio espeso. Dos miradas se cruzaron como dagas. Y al final, un roce de manos que dolió más que cualquier maldición.

 

El director asintió, satisfecho como quien planta una semilla sin saber si florecerá.

 

—Si me disculpan, McGonagall necesita hablar conmigo… asuntos ministeriales —dijo, mientras se perdía tras la puerta.

 

Y entonces quedaron solos. Otra vez.

 

—¿Por qué, Black? —La voz de Severus tembló, más de furia que de tristeza, aunque ambas lo devoraban por dentro.

 

Sirius no respondió. Solo lo miró, como si las palabras que necesitaba decir se hubieran oxidado en su garganta.

 

—¿Por qué no me buscaste? ¿Por qué demonios no lo hiciste? —repitió, dando un paso al frente. Sus dedos se cerraron sobre la túnica del otro hombre, tirando de ella con desesperación.

 

Sus ojos lo buscaban con una urgencia casi infantil, con esa necesidad cruel de quien lleva años repitiendo la misma pregunta en silencio, sin recibir jamás respuesta.

 

—¿Sabes cuántas veces te esperé? ¿Cuántas veces soñé con que cruzaras esa puerta… solo para callar mi rabia con una mirada? —Su voz se quebró en el último susurro.

 

Sirius bajó la mirada. Y en ese gesto, Severus sintió cómo algo dentro de él volvía a romperse.

 

—Te odio… —murmuró Severus, con la voz hecha cenizas. No lo miraba. No podía.

 

Pero luego, como si se obligara a sí mismo a enfrentar la verdad, alzó el rostro y lo buscó.

 

—Te esperé. Cada maldito día desde que supe que habías escapado. Pensé que vendrías a mí, que… —tragó saliva— que me recordarías.

 

Su rostro estaba surcado de lágrimas, pero no hizo esfuerzo alguno por ocultarlas. A esa altura, ¿qué dignidad podía quedarle?

 

Sirius se acercó un paso. Solo uno. Como si con moverse más rápido pudiera asustarlo.

 

—Lo siento, Sev… —susurró. Su voz era apenas aire, como si el perdón no supiera por dónde salir.

 

Y entonces, sin pedir permiso, sin pensar, acercó sus labios a los del otro.

 

Fue un roce breve. Doloroso. Cargado de lo que fueron y de lo que no pudieron ser.

 

—Te odio —repitió Severus, como si quisiera convencerse a sí mismo.

 

Pero sus manos no lo soltaron.

 

—¿Crees que todo puede volver a ser como antes? ¿Después de todo? —sus palabras eran cuchillas, pero sus brazos buscaban abrigo.

 

Sirius no respondió. Solo lo rodeó con fuerza, como si abrazarlo fuera la única forma de evitar que ambos se rompieran.

 

Y Severus se dejó caer en ese abrazo, rendido, tembloroso, aferrándose a él como a una última ilusión. Como si, por un instante, aún existiera la posibilidad de no estar tan solo.

 

Los brazos de Sirius seguían rodeándolo en silencio. No dijo nada más. No tenía que hacerlo.

 

Severus respiró hondo, con ese temblor que aún no lo dejaba del todo. Su rostro, aún húmedo, se refugiaba en la tela áspera de la túnica ajena. No quería seguir llorando. No frente a los retratos que, desde las paredes, los observaban con descarada atención, algunos con cejas alzadas, otros con lágrimas ajenas a la escena.

 

—¿Podemos hablar… en paz? —susurró Sirius, sin levantar la cabeza. Su voz era apenas un hilo de humo.

 

Severus no respondió.

Pero tampoco se fue.

 

Y en ese pequeño silencio, donde la fuga no ocurrió, Severus encontró el primer atisbo de esperanza en años.

 

Tal vez no era el perdón.

 

Pero sí… el principio de algo.

 

 

Epílogo.

 

 

La tetera silbaba en la cocina, como cada mañana.

 

Sirius insistía en preparar el té. Lo hacía mal. Siempre lo hacía mal. Demasiado fuerte, demasiado dulce, o con ese toque impaciente que convertía cualquier infusión en agua hirviendo con orgullo.

 

Severus lo bebía igual. Gruñía, refunfuñaba, pero lo bebía.

 

No hablaban mucho por las mañanas. No porque no tuvieran cosas que decirse, sino porque las palabras aún se les escapaban. Todavía había demasiadas heridas, demasiadas pausas. Pero el silencio entre ellos ya no dolía. Solo… existía. Como una vieja cicatriz que ya no arde con la lluvia.

 

Sirius dejaba el azúcar a un lado del tazón, aunque Severus nunca la usara. Severus doblaba el periódico justo como a él le gustaba, aunque Sirius no lo notara. Era ese tipo de convivencia imperfecta que nadie entendería.

 

Y que a ellos les bastaba.

 

De vez en cuando, las manos se rozaban al pasar el pan. Y en esas mínimas fricciones, había algo parecido a la paz. Algo torpe. Algo real.

 

No necesitaban grandes declaraciones.

 

Ya habían tenido suficiente drama por una vida entera.

 

Ahora, compartían una casa donde a veces discutían por el polvo, donde los libros invadían los sillones, donde el armario chirriaba cada vez que alguien lo abría. Una casa donde no había fotos, pero sí una túnica colgada en el perchero y un abrigo de cuero junto a ella.

 

Una casa donde, cada noche, uno de ellos esperaba al otro con una taza de té mal hecho.

 

Y eso —por extraño que sonara— era suficiente.

 

Era incómodo.

Era complicado.

Pero era suyo.

 

Y por primera vez, eso era… casi felicidad.