
Prólogo.
Preso busca celda con vistas a la libertad.
Beso desea boca para morir con dignidad.
Peso en la conciencia reniega de la gravedad.
Esta adolescencia perpetúa mi enfermedad.
(Clasificados, Sharif Fernández)
La libertad, o la falta de ella, ha condicionado a los humanos desde el principio de los tiempos. Si la palabra libertad no existiera todo el mundo viviría en la ignorancia, sin saber que algo está mal, sin percibir las pesadas y frías cadenas que le atan. La libertad, al existir, hizo al hombre desdichado, pues siempre se ha soñado y nunca se ha conseguido.
Es algo común, ¿no? Añorar la libertad.
Éponine era diferente en muchos aspectos, pero no en ese. Desde que era niña había estado atada por sus padres y encadenada por el hecho de ser considerada inferior, una mujer pobre que para salir adelante había hecho cosas terribles.
Nadie le daría nada hecho, eso ya se lo habían dejado muy claro en su corta vida. No le importaba, estaba dispuesta a luchar por lo que quería.
Por eso estaba allí.
Respiró hondo, observando el cielo difuminarse hasta convertirse en el mar desde el tejado del castillo. Se sentía libre por primera vez, aunque sabía que era solo una quimera, aún le quedaba un largo camino por recorrer, pero aquel era un paso decisivo.
—Joder, date prisa de una puta vez —La voz de uno de sus compañeros interrumpió el hilo de sus pensamientos.
Miró con hastío a Grantaire, que se retorcía las manos con un nerviosismo casi inhumano. Estar tan alterado no debía ser sano. Claro, se le olvidaba que él no era una persona sana.
—Tienes el pulso como para robar panderetas —Se estiró de manera poco refinada. Si hubiese tenido una familia normal, le habrían enseñado que esos no eran los modales de una señorita.
—Suerte que no vayamos a robar panderetas, sino una corona —Otra voz resonó a sus espaldas.
Enjolras, que hasta hacía un par de segundos había estado comprobando que lo tenía todo minuciosamente preparado, de repente sonaba igual de impaciente que Grantaire, aunque su tono monótono denotaba que estaba intentando aparentar una fingida calma, fallidamente.
Éponine les observó con detenimiento y suspiró. Con menudo par le había cruzado el destino.
A Grantaire le había conocido primero, en una taberna de mala muerte, borracho hasta casi rozar la intoxicación. Murmuraba maldiciones y de cuando en cuando afirmaba, a voz en grito, las terribles ganas que tenía de quemar el palacio real. Por suerte en esos lugares tan solo había borrachos, bandidos o una mezcla de los dos, y nadie se molestaba en escuchar sus desvaríos. Sin embargo, Éponine supo que era lo que buscaba. Aunque le hubiese gustado, no podía llevar a cabo su plan sin ayuda y Grantaire estaba dolido, la rabia contenida ardía en su interior, era inflamable y el alcohol le hacía explotar. La venganza corría por sus venas, torrencial como un río de lava.
Por lo que había conseguido sonsacarle cuando estaba demasiado borracho como para poner filtro a sus palabras, sabía que había vivido en la corte desde que era niño y desde temprana edad se ganó un merecido puesto de guardia real, su complexión fuerte era la prueba de ello. Había sido despedido apenas hacía unos meses por irresponsable y alcohólico, y desde el mismo momento en el que puso un pie fuera de palacio se hundió en la miseria, dándose de bruces contra la realidad.
De Enjolras sabía poco más que su nombre y tenía el presentimiento de que ese ni siquiera era su nombre. Por su aspecto podía deducir que era de clase alta y aún desconfiaba de él.
—Lo único que necesitáis saber —les había dicho tras días observándoles— es que estoy dispuesto a colaborar y que no exigiré una parte de la recompensa. Lo hago de manera altruista.
Su altruismo había quedado emborronado poco después, cuando descubrieron al mismo tiempo que aquel muchacho no era capaz de mantenerse callado durante mucho tiempo y que ese era un acto de rebeldía contra el monarca; decía:
—Tan solo hay que demostrar al pueblo que ese hombre no es nadie especial, que no es superior a nosotros —Una relámpago de demencia había atravesado su mirada. Sin duda había que estar muy loco para arriesgar una vida acomodada por unos ideales impopulares—, él ya lo sabe, pero es de vital importancia demostrar al resto que sin símbolos, sin su asquerosa e injusta riqueza, no es nadie.
Éponine no le soportaba, odiaba sus aires de niño rico y su palabrería, pero Grantaire había insistido en que no podían rechazar ayuda de alguien como él si no querían ponerse en peligro, y además había sido el principal artífice del plan. Aun así, estaba deseando perderle de vista.
Se colocó el improvisado arnés sin demasiada dificultad y miró hacia abajo, por la apertura en el techo que Grantaire les había mostrado. En otros tiempos había sido un ventanal, pero llevaba roto incontables años.
Después de comprobar que estaba correctamente atada a una de las numerosas chimeneas que se alzaban hacia el cielo, se dejó en manos de sus compañeros, tan solo tenían que bajarla, esperar a que cogiese la corona y estar atentos antes de que les pillasen y pasasen toda su vida en una inmunda celda que, no obstante, no sería mucho peor que su casa.
Cuando Grantaire se aferró a la cuerda deseó haber hecho caso omiso al rubio y haberle emborrachado un poco antes. Estaba claro que aquel hombre no llevaba nada bien el síndrome de abstinencia.
Una vez estuvo abajo cogió la corona sin dificultad, hasta que las cosas se complicaron. Un guardia la estaba mirando asombrado, como si no llegase a creer que fuese real. Tendría que aprovecharse de aquello.
—¡Grantaire, por lo que más...!
Antes de terminar la frase ya estaba en pleno ascenso y apenas le dio tiempo a procesar que estaban siendo perseguidos antes de encontrarse corriendo por los tejados.
—Me niego a seguir —sentenció Grantaire, una vez pusieron algo de distancia, mirando con recelo una pared de roca que, pese a ser poco segura, podría ser su salvación. Se tiró al suelo sin ningún miramiento—. Que me capturen, que me encierren si es lo que quieren. Me es indiferente su justicia de mierda, está podrida, como todo en este mundo. Mi vida va a ser igual de penosa en un puto calabozo que en un jodido bar.
Enjolras le agarró del brazo con firmeza y le levantó. Pese a que la diferencia de tamaños era notable, Grantaire se volvía diminuto ante esa mirada de reproche.
—Vas a aguantar hasta el final y entonces harás lo que quieras con tu miserable vida —le espetó, arrebatándole con una facilidad pasmosa la bolsa de tela en la que guardaban la corona—. Me importa poco que te capturen, pero no dejaré que me pase a mí. Éponine, te ayudaremos a subir la primera. Cuidaré de esto hasta que todos estemos allí arriba, no tengo ningún interés en la recompensa económica —Éponine ni siquiera entendía por qué el maldito niño rico seguía con ellos—. Grantaire, ayúdame a subirla.
Ocultó con dificultad la sonrisa de triunfo que luchaba por dibujarse en sus labios. Aquel era el primer día de suerte de toda su vida y estaba completamente dispuesta a que las cosas siguiesen así. Sin duda alguna, todo iría a mejor desde aquel momento.
Cuando Enjolras se dio cuenta de que ni él ni Grantaire tenían la corona, ella ya estaba muy lejos.