Dark / Spiderbear

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NC-21
Dark / Spiderbear
Summary
'Cause once you're mine, there's no going back.+18, inspirado en Dark Horse - Katy Perry.

Para cuando el interés del heredero rebasaba los límites permitidos, sus padres ni siquiera se inmutaban al hacer solicitudes extrañas a sus pueblos, o aliados, buscando complacer hasta el más mínimo detalle que su retorcida cabecita pudiera imaginar.

Hoy día, a punto de convertirse en faraón y honrar a sus ancestros en la ceremonia de coronación, estaba ansioso de recibir los preciosos regalos que los demás debían ofrecerle a él, por llegar al trono.

Había estado aburrido, sentado en el trono provisional mientras decenas de personas se posaban frente a él para traer piedras preciosas, alimentos y especias de alto valor, y animales exóticos que se unirían a su ya lleno zoológico personal.

Nada lo impresionaba, nada que lo hiciera sentir tan poderoso como deseaba ser, y el orgullo de ser siempre el mejor lo sobrepasaba, porque de entre tantas muestras de apoyo, no había nada que lo hiciera enloquecer de emoción, o le rascara el ego.

Se sentó ahí, aburrido, decidiendo con un dedo los regalos que podían conservarse y aquellos regalos inútiles que debían desecharse (junto a quien los había ofrecido).

Las semanas pasaban rápido, y su aburrimiento llegaba a niveles cada vez más impertinentes, mandando a matar a todo aquel que pareciera no esforzarse en sus regalos.

Dos semanas antes de su coronación fue obligado a cumplir con el último día de su presencia en la sala para recibir a los últimos que se acercaban al trono para llenarlo de regalos impresionantes.

Sus manos se tensaron al ver a un hombre tirando de un costal de gran tamaño, arrastrándolo por sus pisos grabados. Miró de reojo a sus guardias y ellos apuntaron con sus lanzas de combate, ganándose una mirada de precaución del hombre viejo.

–Mi señor, Spreen. —habló fuerte y claro. –Tenga mis respetos.

No se oyó nada más en la sala, solo el constante arrastre del costal de apariencia sospechosa.

Se detuvo, por fin, frente a sus aposentos, y saludó con respeto, como solo un noble suele hacerlo, mirando los ojos oscurecidos del futuro faraón.

–Sépase que yo carezco de riquezas, de tierras, y de un lugar donde caerme muerto, sin que las moscas se apoderen de mi cuerpo. —siguió. –Pero le prometo, mi Dios, que mi regalo es el más amoroso que puedo hacerle, bendecido y con la esperanza de que nuestros Dioses puedan perdonar la existencia asquerosa de este humilde mortal.

Spreen no se movió, ni un milímetro, y suspiró con hartazgo cuando se dio cuenta de que solo esperaba su permiso para liberar el interior de su saco desgastado. Con sus guardias apuntándole a matar, por si era una estupidez que pusiera en riesgo su vida.

Sus párpados se abrieron momentáneamente cuando encontró el color rojizo de cabello sumamente enredado escapando de la bolsa, y luego unos ojos ambarinos se asomaron temerosos de su escondite, mirando alrededor con desconfianza nata.

Se levantó de golpe, avanzando solo un paso para apreciarlo mejor, pero no lo entendió.

El hombre esbozó una cruel sonrisa que lo hizo estremecer.

–¿Qué es esto? —buscó explicaciones.

–Un esclavo, para usted. —obvió. –El único en su especie.

Spreen inspeccionó su rostro perdido y aterrorizado, pero cuando sus ojos ámbar se posaron en los suyos pudo ver que algo brilló en ellos, antes de bajar la mirada con precaución.

–¿Qué tiene de especial? —habló con desdén.

–¿No lo ve? ¿Ha conocido a alguien con el cabello de fuego?

Redireccionó la vista a su cabello, cayendo en capas sobre su cabeza, haciendo que algunos mechoncillos se resbalaran sobre sus mejillas enrojecidas. ¿Había visto eso antes?

No estaba seguro, pero su cabello rojizo no parecía real. Pensó que sería muy curioso en realidad, pero haciendo memoria en todos sus años de exploración y viajes obligados por su padre, no recordó a alguien con las mismas características.

El hombre estaba sucio, torpemente limpiado por encima con alguna especie de ungüento, pero la piel acartonada por el arrastre que no supo desde donde había empezado el hombre.

El cabello maltrecho, algunos golpes en la piel, y las manos atadas por enfrente, provocando que solo pudiera permanecer hincado en su presencia.

–¿Y eso cómo pasó? —desconfió.

–Este esclavo es único en su especie, al nacer pensamos que el color de la sangre se iría, pero pronto nos dimos cuenta de que ese color era totalmente suyo. —sonrió.

–Quiero verlo. —espetó, haciendo un ademán desinteresado a uno de sus guardias, evitando cualquier emoción.

El tipo sujetó al chico de un brazo y lo elevó de un movimiento haciéndolo sisear y quejarse como un animal salvaje. Lo acercó y picó levemente con su lanza, haciendo que caminara con pavor frente suyo hasta que estuvo a escasos escalones separado de Spreen.

El azabache bajó y acortó la distancia, aprovechándose de la diferencia de altura entre los dos, elevando la mano para sujetar uno de sus mechones mientras él bajaba obedientemente la cabeza y se prometía no mirarlo a la cara.

Empezó a restregar los dedos sobre el mechón, enterándose así que no se trataba de algún pigmento sobrepuesto en polvo, como algunas de las pretendientes que había llegado a tener, sorprendiéndose de no encontrar rastro al respecto.

Giró la cabeza para revisar todos sus ángulos, y levantó con sus dedos la barbilla cincelada del chico más bajito, encontrándose de frente con su rostro perfecto y jovial.

–¿Cómo te llamas? —preguntó.

–Se llama Roier. —se adelantó el hombre.

–Le hice la pregunta a él. —soltó, sin poco tacto.

Roier se mantuvo sin habla, sin creer que tuviese permitido mirarlo mucho tiempo, después de todo estaba frente al hombre del que había estado enamorado desde que lo conoció.

Tampoco era un secreto, la mayoría de los hombres y mujeres de la edad se enamoraban de él, soñando con un día ser notados por su presencia imponente. Aunque menos era un secreto que él era un hombre inalcanzable en todo sentido, convirtiéndolo en un sueño lejano.

–¿Y qué haces? ¿Qué hay de bueno en ti?

No hubo movimiento o sonido emanando del dulce chico, y Spreen se sintió extraño. El extraño poder que había ejercido siempre contra todos le estaba jugando en contra, cuando se dio cuenta de que él no parecía dispuesto a decir una palabra.

–Puedes hablarme. —susurró.

–Nada, mi señor. No soy bueno en nada. —aseguró.

La mirada de Spreen se posó instintivamente en el hombre de canas largas.

–No le crea, Roier es un artista, lo he entrenado para ser el mejor. —aseguró.

Roier pasó saliva y no despegó la mirada de sus manos temblorosas. Sabía que cada mínima parte de su cuerpo estaba temblando sin parar, pero no estaba lo suficientemente preparado como para evitarlo, o intentar frenar una de todas las partes.

–¿Artista en qué? ¿En las artes amatorias? —se burló, mofándose de las mejillas sonrojadas del pelirrojo.

–El dibuja, hace retratos exactos, incluso sin ver.

Spreen levantó una ceja, interesado.

–Si él no hace nada, le cortaré las manos y te las haré tragar, ¿entiendes?

Roier casi desapareció al ponerse pálido, odiando que su cuerpo tuviera tan poco control de sí mismo, creyendo que se desmayaría en cualquier momento.

Spreen se carcajeó, haciendo que todos sus guardias lo acompañaran, como era indicado en sus protocolos, y luego paró, haciendo reinar el silencio.

–Sáquenlo, a partir de ahora el chico es de mi propiedad. Acepto tu regalo. —espetó, ordenando con un dedo que sus hombres lo escoltaran fuera.

No esperó una respuesta del hombre, pero supo que lo acompañarían hasta que estuviera fuera de sus dominios.

Por el contrario, se giró hacia Roier e hizo una seña que provocó que una mujer de baja estatura se presentara frente a él, acercándose a gran velocidad y con diligencia.

–Llévalo al cuarto de lavado, quiero que quede impecable. Si descubres que su cabello no es real, lo arrojaré a los cocodrilos. —determinó, ganándose un suspiro temeroso de Roier.

La señora lo tomó de la mano y lo guio como pudo, frunciendo el ceño hacia las cadenas que mantenían juntas sus manos.

–¿De dónde vienes?

Roier no respondió, solo se limitó a bajar la cabeza con pesar.

–¿Es que no hablas, niño?

Nada.

–El faraón se molestará si no cambias tu actitud, él siempre conseguirá lo que quiera, no lo hagas enojar.

Roier se estremeció, pero asintió, resignándose a ser lo que por años fue obligado a ser, solo un esclavo con cara bonita que cumple peticiones a cualquier persona.

Se relajó cuando sintió las aguas rozarle la piel, regocijándose de tener la oportunidad de bañarse en aguas siempre tibias y espumosas, con los mejores olores y tratamientos.

Sintió varias manos acariciarle, y se tensó, abriendo los párpados para encontrarse con múltiples mujeres que se encargaban de limpiarlo en todos los rincones, arrancándole la ropa contra su voluntad, y tallando aquí y allá para dejarlo impecable.

Su cabello fue cepillado cientos de veces hasta desenredarlo y lo perfumaron de pies a cabeza, sintiendo pena cuando lo dejaron desprovisto de vellos, a petición de Spreen, para observar el crecimiento del mismo y comprobar que era natural.

Salió de ahí rejuvenecido, con suaves telas que le limpiaron el cuerpo hasta dejarlo inmaculado, seco y pulcro. Se topó con la mirada cruenta de Spreen, mirándolo desde la entrada de oro puro, y levantó la mirada con el poder que había recuperado.

Ya no era un hombre abandonado, un despojo de la sociedad, ni un esclavo cualquiera. Era parte de Spreen, de ahora en adelante, sirviéndole a él, como quisiera, y posiblemente siendo alimentado como un humano, y no como un perro, como con su padre.

Su cabello castaño rojizo relució entre su piel acaramelada, dándole una vista espectacular al joven faraón, quien no emitió un juicio y solo abandonó la habitación.

Las mujeres lo ayudaron a vestirse propiamente, con telas de la más alta calidad, y cremas que le hacían brillar la piel.

Puede que fuese un esclavo, pero algo implícito en el palacio era que nadie podía dar una mala impresión, aunque todos estaban separados en claras diferencias de clases y ocupaciones.

Roier se convertiría en el esclavo que permaneciera constantemente al lado de Spreen, así que entendió rápidamente que debía seguirlo para cualquier cosa que necesitara.

Pero no se esperó sus palabras cuando lo encontró en sus aposentos.

–Sabía que ibas a venir a mí. —se burló. –Y aquí estás.

Spreen ni siquiera tuvo que girarse para saber que estaba dentro de su habitación, guiándose con los suaves cascabeles improvisados que colgaban de su cabello al caminar, petición específica para identificarlo.

–¿Me necesitaba? —consultó, con prudencia.

–La verdad es que no, ¿me estabas siguiendo? —se divertía.

–Quiero asegurarme de saber lo que usted quiere de mí, y de las formas en que yo podré desarrollar mi trabajo.

El azabache alzó una ceja, encantado con la forma en que parecía una mariposa recién nacida, con ese aire feral que lo hacía tan especial.

–¿Por qué me estás hablando? ¿Sabes que quienes se atreven a dirigirme la palabra se comen su propia lengua en la cena? —sonrió. –¿No has notado que nadie a mi alrededor me dice algo?

–¿Desea que no hable? También puedo hacerlo.

Roier se cerró, como una tumba, oscureciendo el rostro y limitándose a mirar a Spreen dar vueltas por el gran cuarto, siguiéndolo con la vista hasta que el otro se desesperó.

–No sé si eres más molesto con esa boquita parloteando, o callado como un muerto. Creo que no me caes bien.

Se deleitó con el rostro en blanco de Roier, que actuó como si no existiera por el resto del tiempo, ganándose una risa inquieta de Spreen, quien se descubrió a sí mismo incómodo en el silencio.

–¿Entonces estás dispuesto a cumplir todo lo que te pida?

–¿Tengo opción, mi señor? —contraatacó.

–No, pero debes saber que es mejor que elijas con cuidado.

Se acercó a él, ganándose una mirada insegura del pelirrojo.

–¿Por qué? —sostuvo la atención en sus ojos amatista.

–Porque yo soy capaz de cualquier cosa, y de todo.

–Entendido.

Spreen le sonrió con dominancia, recordándole en cada segundo que le pertenecía y que su poder era ilimitado, como sus pensamientos.

–Ve a dormir, Roier. No puedes estar aquí. —espetó, con falsa molestia aplastante.

Él se dio la vuelta, avanzando a la salida adornada de telas colgantes, meneándose entre ellas con coquetería que atrapó al joven faraón, y haciendo que dejara escapar un jadeo de molestia pura.

No, no debía dejarse cautivar por alguien que fue entregado como basura, ¿y qué si tenía el cabello de un único color? No había algo que le llamara, podía desecharlo y seguir disfrutando de su vida, con normalidad.

Aunque esos ojos centelleantes lo siguieron en sus pesadillas, despertando con un jadeo intenso que retumbó en la habitación solitaria, odiando la impetuosa necesidad de tocarse para liberarse de la frustración sexual que invadió sus muy realistas fantasías.

Se desesperó con su roce doloroso, soltándose sin recibir el placer que necesitaba.

Asqueándose de sí mismo por ver sus ojos en esa visión, con sus labios abriéndose para molestarlo, para descolocarlo.

"Hazme tu Afrodita. Hazme único para ti."

Su maldita voz en sus pensamientos profundos, desesperado por liberarse de toda la tensión maldita que llegó desde que le puso una mirada encima.

"Pero no me hagas tu enemigo."

Se desesperó y prefirió intentar dormir de nuevo, pero lo único que obtuvo fueron bosquejos de su voz, su rostro o manos, de una configuración fantasmal que necesitaba como nunca.

Se descubrió a sí mismo en la habitación que habían habilitado para él, en la esquina del palacio, donde pudieran vigilarlo antes de que interactuara con él.

Caminó hasta que vio su suave cuerpo dormido, cubierto de telas inconexas que lo protegían del frío del lugar, del que no se había percatado hasta ese momento. Se tensó de la rabia a su propio corazón y luego aprendió a liberar la furia en hilos blanquecinos que apuntaron a sus labios, cayendo en escalada.

Se retiró cuando sintió que todo había quedado en el olvido.

A la mañana se encontró con Roier en su habitación, mirándolo con calma mientras se desperezaba, con una mirada indescifrable que lo hizo dudar.

–¿Me necesitaba, mi señor? —habló con claridad.

–A partir de ahora estarás en esta misma habitación, no confío en ti, debo vigilarte. —señaló a un sillón hábilmente improvisado.

–¿Y me vigilarás mientras duermo? —preguntó, genuino.

–¿Dijiste algo? —lo enfrentó.

Roier hizo una seña, cruzando sobre sus labios, para indicarle que no tenía algún comentario.

Spreen se tensó, imaginando que sabía todo, pero restó importancia a algo tan estúpido como ello.

–Hice que trajeran cosas que pudieran servirte para pintar, me dijeron que eras un esclavo que lo hace, así que debes pintarme solo a mí, debes aprenderte perfectamente mi rostro, porque te encargarás de hacer un retrato para mi próxima coronación.

El pelirrojo se acercó a la mesa donde habían traído herramientas básicas para pintura, encontrando algunos pigmentos de excelente calidad.

–Uhm...

–¿Qué? —Spreen le habló sobre el hombro.

–Creo que su bella anatomía no podría ser retratada con tan pocos colores.

–¿Qué estás diciendo? —espetó. –¿Dices que no puedes trabajar?

–Solo digo que eres un hombre de muchos matices, no puedo alcanzar la perfección que necesito para hacerte lucir. —indicó, tensándose cuando se encontró con su mirada. –Digo... para hacerlo lucir.

Spreen tarareó antes de respirar con pesadez, mirando la mesa de limitados pigmentos y materiales, luego bufó con clara molestia.

–¿Así que quieres jugar así? —amenazó. –Chico, deberías saber en lo que estás cayendo.

Roier bajó la mirada, pero mantuvo el cuerpo recto frente a él, jugando con su paciencia.

–Nene, ¿te atreves a hacer esto?

La tensión era evidente, pero luego de un minuto de tortura silenciosa, escuchó el chasquido de sus dedos, que dieron paso a un ejército de mujeres que no reconoció, pero que supo muy rápido que trabajaban para él.

–¿Le dicen a esto 'excepcional'? —las señaló. –Les dije que quería todos los pigmentos disponibles. ¿Ven aquí todas las variedades existentes en el mundo? ¿Es tan difícil seguir indicaciones? Recuerden lo que tienen por perder.

Roier miró con atención las expresiones palideciendo y casi se arrepintió de intentar jugarle una broma así.

–No quiero ver a ninguna, hasta que sobre esta mesa existan todos los pigmentos por inventar en la tierra.

Pasó saliva, haciéndose pequeñito en su lugar, escuchando los talones de las mujeres que se apresuraron a salir del lugar.

–Voy a estar sobre ti, ¿estás preparado para la tormenta? —lo amenazó, apuntándole con el dedo.

Solo pudo asentir, amargándose con el tono autoritario de su voz.

Dioses, Spreen podía ser tan terrorífico como se lo propusiera, pero también era tan atractivo que olvidaba rápidamente por qué debía ser prudente con él.

Se encontraba dibujando sobre un lienzo algunos bocetos tontos mientras se asustó con los ruidos provenientes de fuera, levantando la cabeza en el momento exacto en que las mismas señoras de la mañana traían hacia él cientos de recipientes con polvos de diferentes tonalidades, apilándolos descuidadamente sobre la mesa.

Intentó preguntar algo, pero ellas no lo permitieron, sintiéndose extraño y excluido.

–¿Y? —se tensó con la voz. –¿Qué te parece?

Roier giró la cabeza al sonriente Spreen que hizo aparición en el cuarto, después de haberlo abandonado por un largo rato para responder ante sus padres cosas que sabía que no le incumbían.

–Es increíble. —aceptó.

–¿Puedes empezar ya? Se acaba el tiempo para la ceremonia, y si no terminas algo voy a entregarte a tu asqueroso padre. —lo tentó.

–Necesito mayores referencias. —razonó.

–¿De qué carajo hablas, Roier? —lo fulminó, avanzando peligrosamente a su lado.

–Sí, referencias corporales, quiero verte para poder recordar cada pequeño detalle.

Spreen sonrió mientras negaba, y se deleitó con el atrevimiento del hombre frente a él, impidiéndose negarle cualquier cosa.

–Bien, entonces hazlo. —abrió los brazos para que se acercara.

–¿No te la quitarás? —frunció el ceño.

–Tú eres el que quiere verme, hazlo tú. —sonrió.

Roier tomó aire, antes de acortar los dos pasos que los separaban uno del otro, sujetando los broches de su ropa para abrirlos y hacer que la tela cayera sobre su blanca piel.

Fingió no inmutarse cuando la desnudez del contrario inundó sus pupilas, conteniendo la respiración mientras paseaba sus manos sobre sus brazos, con admiración.

–¿Y?

–Podré hacer algunos bocetos, y sé que puedo hacer algo que te guste. —aceptó.

–No me has visto el cuerpo entero. —le sonrió.

–Estás desnudo. —obvió.

–¿Y por qué no bajas la mirada?

Porque se encontraría con el culpable de sus fantasías, por supuesto.

–Porque no te he de retratar desnudo, considero que una pintura tan poderosa para presentación en la ceremonia debe tener otros elementos artísticos que la hagan resaltar. —sugirió.

–¿Me dices que mi cuerpo no resalta? —detuvo una de sus manos viajeras.

–Te digo que no me gustaría que cualquiera vea una imagen tuya así. —se soltó de un manotazo.

Spreen jadeó de diversión cuando descubrió ese comportamiento nuevo.

¿Roier se resistía a que los demás lo vieran así?

–Espero sepas que puedo pasearme por mi palacio sin ropa, si lo deseo, y nadie me dirá lo contrario. —sonrió.

No escuchó una respuesta, y se impacientó, sin poder frenar la intensa erección que se erigía en libertad. Caminó hacia donde Roier miraba las coloridas sustancias y se frotó sobre su espalda, para hacerlo sentir nervioso.

–¿Te molesta esto? —se burló.

–No, señor, es libre de hacer lo que quiera. —siguió observando su mesa de trabajo.

–¿Y si te hago mío?

El silencio lo hizo sonreír más, apretándose a sus caderas.

–¿No? —le acomodó el cabello para dar un beso en su nuca.

–Es libre de hacer lo que quiera.

Spreen se regocijó con el miedo en sus palabras, deseándolo más que todas las cosas preciosas que obtuvo a lo largo de su vida.

Roier lo hacía perder la cabeza, sin entender bien la naturaleza de su obsesión.

–Estamos limitados a movernos por la tierra, todos eligen alejarse caminando. —susurró, erizando su piel.

–¿Eso qué significa?

–Que, si estás conmigo, te haré levitar... —le besó el cuello. –Serás un ave sin una jaula.

El gemido corto de Roier le provocó morder para lacerar su piel.

–No lo olvides, Roier.

–¿Qué es lo que no debo olvidar? —se flexionó, empujándose hacia atrás, recibiendo el corto jadeo de Spreen.

–Una vez que seas mío, siempre serás mío.

–¿No hay vuelta atrás? —jugueteó, provocándolo.

–No la habrá. —asintió.

–Debo pensármelo. —se alejó, llevándose consigo las pinturas y pergaminos. –Estaré en el patio haciendo bocetos, necesito inspirarme.

La mirada cruel del azabache se inyectó en sus caderas dominantes, meciéndose lentamente para salir, alejándose cada vez más de sus fauces.

Maldita sea, el poder del pelirrojo era algo para estudiarse. No podía ser que pudiera manejar las cosas a su antojo, era como si no siguiera su autoridad o sus demandas. Aunque había una ligera sospecha en su ser, donde quizá él era el culpable porque no lo estaba obligando a seguir alguna norma. Roier ya era libre como un ave, en una jaula de oro que no lo dejaba alejarse más allá del huerto.

Aun así, dudaba mucho que tuviera algo más allá de sus dominios, ya había investigado sus orígenes y, tras descubrir las dificultades que enfrentó, decidió que el mejor destino para el viejo decrépito eran las garras de sus leones mascota.

Nunca se lo diría, pero no creía que lo extrañara mucho después de lo que había hecho. Lo había criado de mala forma, hasta que pudo ofrecerlo como un regalo valioso, y aunque lo era, eso no ayudó a que la muerte no lo alcanzara, quitándole la estúpida sonrisa egocéntrica que pensó que le darían algo más por sus amables intenciones.

Lo miró andar, de aquí para allá, con el cuerpo manchado de pinturas coloridas, haciéndosele agua la boca cuando lo espiaba en sus baños reparadores, imaginándose a él mismo tallando su cuerpo inmaculado y virginal.

Aguantó tanto como pudo, hasta que, la noche antes de su coronación, fue a su encuentro para saber por qué se había desaparecido tanto.

–Roier.

–No, ¡no! ¡Vete de aquí! —lo escuchó gritar, lanzando una de sus sábanas al cuadro.

–¿Por qué huyes de mí? —se acercó con autoridad, sujetando sus manos.

–No estoy huyendo, sabes que he trabajado duro en esta pintura, es mi regalo para ti. —suplicó, removiéndose con fuerza.

Spreen posicionó la vista en el piso, con las cosas desordenadas adornándolo.

–¿No me estás mintiendo? —lo apretó.

–¿No querías una pintura bonita para el gran día? He estado trabajando sin descanso, por favor, solo déjame un poco más.

–¿Cuánto más? —desesperó. –¿Dónde te has metido estos días?

–He estado aquí, puedes preguntarle a quien tú quieras. —gritó.

Se dio cuenta de que nadie nunca le había levantado la voz, y sintió tensión al escucharlo a él hacerlo de esa forma, tan salvaje.

–Volverás a la habitación esta noche, no sé cómo lo harás, pero si no estás ahí vas a ver lo que soy capaz de hacer. —amenazó, terminantemente.

Roier jadeó con inseguridad, aceptando repetidamente hasta que lo soltó y se alejó de ahí.

Mierda, Spreen sabía que estaba jodido hasta los huesos.

Lo quería.

Lo deseaba tanto que dolía.

Quería ver a Roier durmiendo a su lado, comérselo y dominarlo, dejarlo hecho trizas sobre sus almohadones.

Estaba obsesionado, y no le importaba demostrarlo. Su ausencia lo había puesto temperamental, sin atreverse a solicitar que alguien fuera por él. Dejó que las noches lo consumieran en ansiedad de los pasos del chico al que tontamente le había entregado el corazón, sin que moviera un músculo.

Era una vergüenza pensarlo.

Roier era como una droga, lo obligaba a mantenerse atento a lo que hacía, en cada momento. Respetando que quería sorprenderlo con su pintura, pero casi obligándolo a parar solo para que pasara una noche con él.

Nunca percibió la necesidad de tenerlo a su lado, aunque no hacía más de dos semanas que había llegado a su palacio. Era ridículo por donde lo mirara.

El dulce pelirrojo se concentró en afinar los últimos detalles que faltaban para su más grande obra maestra, hasta que escuchó suaves pisadas, dispuesto a regañarlo por volver a molestarlo, pero se encontró con una cabellera de los sirvientes de Spreen, confundiendo el rostro.

–Eres Roier, ¿no? —le dijo esa voz.

–¿Sí? ¿Pasa algo?

–Solo vengo a decirte lo obvio. —se sentó a su lado.

Roier miró a la chica con extrañeza, mientras ella revisaba el dibujo.

–Es hermoso, no se equivocaron en decir que eras el mejor retratista del mundo. —sonrió.

–¿A qué te refieres? —se tensó.

–A que dibujas muy lindo, claro. —obvió.

–No, ¿qué es lo que debes decirme?

Ella sonrió ampliamente, jugueteando con un recipiente vacío de pintura.

–Él es una bestia. —acarició el borde del vaso. –Le llaman 'Karma'.

La mirada de Roier viajó instintivamente a su pintura casi por terminar, observando a la grandeza del hombre en la tela.

–Él puede devorar tu corazón, así que ten cuidado. —siguió. –No crees en él falsas esperanzas.

–No entiendo a qué viene eso. —mintió.

–¿No? Todos se enamoran en cuanto lo conocen, y tú no estás fuera de la regla. Si tienes la oportunidad de enamorarte, será mejor que la conserves, aléjate de él, no dejes que te toque hoy.

Sintió su pecho latir violentamente, repasando el cuerpo semidesnudo de Spreen, sentado en su trono, con el flagelo y el cetro que lo convertirían en el heredero pródigo, ascendiendo a ser el Dios que ya sabía que era, y se impresionó con su imponente presencia.

–Puede ser muy dulce, a veces, pero si rompes su corazón... —siseó. –Se volverá frío y castigador.

–¿Por qué me dices esto? —boqueó.

–Creo que no has sabido cuál es tu lugar aún. No eres digno de su presencia, te desechará como a todos nosotros. —sonrió.

¿Nosotros?

Recordó la serie de personas jóvenes con la que solía cruzarse en los pasillos, y reflexionó si entonces todos llegaron a ser suyos alguna vez, desechándolos cuando no los necesitaba más.

Mierda, Roier sabía que estaba jodido hasta los huesos.

Lo quería.

Lo deseaba tanto que dolía.

–Yo no lo quiero. —apretó los puños.

–Estoy segura de que no. —sonrió, levantándose de su lugar para alejarse, tarareando una melodía lúgubre.

Roier quiso vomitar, recordándose que desde que puso un ojo en él se había prometido no enloquecerse más, enterrando sus sentimientos en alguna parte recóndita.

Tan imbécil, no se dio cuenta de que ya era adicto.

Terminó su pintura más tarde de lo que creyó, y cumplió su promesa de volver a la habitación.

Spreen lo miró desde la cama y sonrió con satisfacción cuando lo miró cruzar la distancia hasta que se subió junto a él.

–Volviste. —sonrió.

La sonrisa lo derritió, odiándose por ser tan imprudente, sin raciocinio.

¿Qué importaba lo que decía ella? ¿Y si solo estaba celosa por verlo tan cerca suyo?

¿Él no podía tomar de lo que seguro ellos disfrutaron también?

Spreen podía haber hecho miles de cosas en la vida, pero Roier no se quedaría atrás, quería demostrar que él también quería ser parte de, aunque le arrancaran el corazón.

Se sentó sobre su vientre y lo inspeccionó desde arriba, con la mirada sorprendida del azabache clavada en sus caderas.

–Quiero ser tuyo. —sentenció.

–¿Así que vas a jugar con fuego? —lo vio morder dentro de su mejilla. –Nene, ¿te atreverás a hacer esto?

Pudo ver la duda en los ojos ambarinos y se levantó de la cama solo para apretarlo encima suyo, sin permitirlo alejarse.

–Ahora la elección está en la palma de tu mano. —le aseguró, acariciando sus glúteos.

–Tal vez. —susurró.

–No. Es un sí, o no, no un 'tal vez', ni un 'quizás'. —le besó el hombro desnudo. –Debes estar seguro antes de dármelo todo.

–Está bien. —sonrió.

–¿Está bien? —lo imitó. –Roier, ¿vas a entregarte a mí? Recuerda mis palabras.

–Si digo que sí, seré tuyo, y no hay vuelta atrás. —recordó.

–¿Y estás de acuerdo conmigo? 

–Quiero ser tuyo.

Spreen rio inevitablemente, haciéndolo rodar por la cama acolchada, hasta que se colocó encima suyo.

–Tú eres mío, desde que pusiste un pie en mi propiedad eres mío, y hoy pasarás a ser parte de mi propiedad.

Roier no había terminado de entender el peso de sus palabras cuando sintió su hinchada erección apretándose fuertemente contra él.

–¡No! —se volteó, alejándolo. –Así no, por favor, no quiero que duela, nunca he hecho esto.

La risa maniaca de Spreen resonó en las paredes, anticipando a su ansiedad de poseer y romper.

–Bien, creo que puedo ser bueno, una vez en mi vida. —se entusiasmó, apretándole las caderas para que las elevara.

Roier tembló cuando sintió su lengua entrometerse entre sus glúteos, y se dobló de forma antinatural para alejarse del contacto, pero él no lo permitió. Lo rodeó con ambos brazos a cada lado de sus piernas y lo empujó hacia atrás para que su rostro entero terminara enterrado en su intimidad.

Gimió y se retorció con intensidad. El cuerpo rígido no podía adoptar ninguna posición, así que después de minutos de angustia decidió que lo mejor que podía hacer era soltar el cuerpo y dejarlo hacer lo que sea, con tal de que no lo alejara.

Se sorprendió cuando abrió los párpados y fue consciente de que su cadera se movía atrás y adelante para que su lengua se insertara en el interior. Había perdido todo el autocontrol que intentó formar desde que se lo regalaron, así que se encargó de explotarlo hasta el límite más alto.

Spreen jugueteó sin parar hasta que dos de sus dedos entraron sin dificultades, recibiendo el gemido ahogado del contrario sobre las telas finas.

Se maravilló con la forma en que estaba haciendo todo aquello que creyó que jamás imaginaría siquiera. La abstinencia lo había dejado muy afectado, y ni sus sueños realistas eran iguales al placer asfixiante de sentirlo retorcerse bajo su pesado agarre.

–Spreen, por favor. —lo escuchó suplicar, deshaciéndose por él.

Sin perder el tiempo se empujó detrás suyo y resbaló su intimidad hasta el fondo de su sexo húmedo y apretado. Casi se desmayó por la sensación abrasadora, con la impresión de que no podría salir de ahí con la presión casi incapacitante de sus paredes apretándolo.

Estaba feliz, pleno y ansioso. Quería dejar sus huellas en todos los pliegues, con sus dedos hundiéndose en la suavidad de su piel, y sus labios haciendo tatuajes que difícilmente pudiese ocultar.

¿Le dolía? ¿Estaba siendo un salvaje?

Se decepcionó de sí mismo por no preguntar, pero fue como si le hubiesen arrebatado la capacidad del habla, apretándose contra él con tanta fuerza que supo que prácticamente le estaba dejando caer todo su peso con cada estocada.

Roier rogaba y gemía en partes iguales, agarrándose con fuerza de donde podía para mantener el equilibrio, él no estaba siendo prudente, ni humano, era como si un demonio se hubiese apoderado de su cuerpo y lo manejara.

Mejor dicho, una bestia, como ella había dicho.

Ella.

No, no quería enojarse ahora mismo.

Tomó valor para levantar el rostro e impulsarse con fuerza para que sus caderas se encontraran cada vez que él tomaba impulso para ir más allá. Se acompañaron en ese intenso encuentro que los descolocó hasta reacomodar todas las neuronas que pudieron recuperar en la explosión.

El pelirrojo se tensó cuando Spreen no detuvo el ritmo, llevándolo rápidamente al momento en que sus entumecidas extremidades le decían que algo iba a ocurrir.

Se levantó junto con él, haciendo que sus pieles rozaran, pecho con espalda, en un frenético roce del que se escuchó a sí mismo pidiendo más.

Spreen no detuvo el ritmo hasta que sintió la miel expulsarse en libertad dentro suyo, provocándole la tormenta perfecta de la que lo intentó advertir. Y Roier solo atinó a intentar frenar con la mano la expulsión intensa sobre donde posiblemente iban a dormir, acunando en su mano el remanente del contrato que firmó.

–Eres mío, Roier. Ya eres mío. —sonrió en su nuca, besando y lamiendo con obsesión.

–Por favor que eso no sea malo. —suplicó, con un gemido fuera de sí.

Escuchó su risa, hasta que se desvaneció en sus manos. Despertó con personas nuevas, abanicándolo, limpiándolo y mimándolo.

–¿Qué está pasando? —se desperezó.

–Iniciamos el primer día de su vida. —explicó alguien, sin mirarlo a los ojos.

–¿A qué te refieres? —miró a su alrededor.

–Cumplió con el ritual de apareamiento. —dijeron a la par.

–¿Cómo que apareamiento? —se tensó.

–La concubina que pase la noche con él, antes de la coronación, será la que lo acompañe en su reinado.

–O concubino. —escuchó a alguien quejarse.

–Me está costando entenderlo. —se sujetó la cabeza dolorida.

–Ha ascendido como su mano derecha, debe estar siempre a su lado a partir de ahora. Sus padres desean verlo a la brevedad posible, aunque quizá no estén muy felices al respecto.

Spreen sonrió mientras sus sirvientes lo arreglaban para la coronación, amaba mucho ser capaz de hacer cualquier cosa para enloquecer a sus padres, incluso si eso incluía mantener relaciones con un hombre que, lógicamente, no podría parir un hijo para él, dejando en él la oportunidad de sacar a la familia del poder en cuanto él muriera.

Se acercó con una gran sonrisa a donde su, ahora compañero, lo esperaría para su ansiada coronación.

Lo vio a lo lejos y sus ojos brillaron de picardía y anticipación, deseaba hacerlo cada vez más suyo, con sus padres siendo testigos de su perversión, si seguían entrometiéndose en su vida.

Miró arriba, y la preciosa pintura de Roier se erigía en el gran salón, llenándola de un aura oscura que reflejaba bien el caos que causaba, ahora con el poder ilimitado en la palma de su mano.

El dulce chico temblaba de terror, mirando a los ojos a sus padres que, decepcionados, se prometieron averiguar una forma de deshacer lo que ya había hecho su hijo, con la problemática más grande sobre la mesa.

Roier era suyo, y había prohibido terminantemente a todos los presentes que le dirigieran una mirada, o los dejaría ciegos. Cualquiera que lo tocara, sin haber obtenido el permiso expreso de él, perdería ambas manos.

Cumplió con sus palabras condenatorias.

Si era apodado, 'Karma', ¿por qué no demostrar de dónde provenía?

Su diversión estaba por empezar, tan solo fue el principio del fin.

Roier fue su ansiada oscuridad.