
Como en cada una de las presentaciones exitosas, Roier se acercaba a su público al finalizar el show para agradecer a sus fans, permitiendo que le tocaran las manos o el pecho, y a veces volvía con algunos regalitos y cartas de amor, o admiración. Se distraía en ello hasta que sentía una fuerte presión en las caderas que lo hacía retroceder instintivamente, entendiendo que era el momento de despedirse y seguir adelante.
Caminaba por los pasillos, sonriendo ampliamente por todos los gritos y el caos que solía provocar, y luego se carcajeaba cuando desaparecía del escenario, sintiéndose el hombre más poderoso del mundo. Amaba cantar, dar espectáculo era su forma de vivir, y ansiaba cada una de las presentaciones en donde bailaba y cantaba al compás de sus canciones más famosas. Siendo acariciado por sus bailarines, que se fundían junto a él en bailes llamativos que enloquecían al público en todas las ocasiones.
Los brillos, la fama, los gritos y el dinero. El poder en su alma, de sentirse deseado por todo el mundo.
Avanzó bailando hacia su camerino, sintiendo la pesada mirada del hombre detrás suyo, su guardaespaldas. Y luego cerró de un portazo, impidiéndole seguirlo, como hacían en cada presentación.
Roier no perdió el tiempo para desnudarse, llevándose con ello el traje de lentejuelas y brillos por doquier, caminó a su baño privado y se lavó las manos, mirándose el maquillaje intacto. Se pasó las toallitas desmaquillantes por todos lados, dejando solo el delineado debajo de sus párpados y con ese aire feral de los bosquejos de un maquillaje bien preparado, salió de ahí.
Se sentó sobre sus muslos en el sillón y sujetó con una mano el respaldo, mientras la otra se dirigía a la tirita de goma que salía de su entrada caliente, jalando de ella hasta que las perlas del mismo material empezaron a salir de su interior, lentamente. Jadeó con intensidad cuando la última de ellas se expulsó, y miró con deseo el objeto de 7 perlas de diferente tamaño, cada una con relación al nombre del hombre que lo tenía cautivado.
Ni siquiera se molestó en hacer algo por el momento, lo guardó en su bolsa de viaje especial y la escondió entre sus cosas, levantándose para limpiarse un poco el cuerpo y ponerse ropa limpia, menos vistosa como la de sus shows. Se encontró con su guardaespaldas al salir, dedicándole una mirada de agradecimiento por sus servicios.
–Lo hiciste bien Cellbo, puedes ir a descansar. —sonrió.
–¿No necesita que lo acompañe a algún lugar? —él habló, sin expresión.
A la cama, ahora. Pensó.
–Ya te dije que odio que me hables así, somos iguales, llámame por mi nombre. —bufó.
–Mis disculpas.
Roier lo miró con una mueca extraña, pero luego suspiró cansado y lo dejó irse.
–No, Cellbit, no te necesito. Puedes ir a descansar.
No esperó una respuesta, se dio la vuelta y caminó abatido por el oscuro pasillo hasta la salida de emergencia.
Roier odiaba que lo llevaran a todos lados, y usualmente se escapaba para visitar lugares cercanos para divertirse en bares de mala muerte y restaurantes emergentes de comida rápida. Amaba sentirse libre, que todas sus decisiones, aunque malas, pudieran darle algo de adrenalina parecida a la de subirse al escenario, pero sin seguir siendo un personaje. Porque los vestuarios, los bailes y el brillo eran parte de él, pero no representaban su verdadero corazón libre y revolucionario. Prefería no ser descubierto fuera del escenario, y amaba sentirse parte de un grupo más reducido de personas que lo vieran como un humano común y corriente.
Caminó sin rumbo fijo, ignorando que había olvidado el teléfono en su camerino y que muy posiblemente su agente estaría furioso en cuanto se enterara que lo había vuelto a hacer. Terminó frente a las luces tenues de uno de esos bares donde solía encontrar diversión y tragos baratos, y no dudó al entrar para mirar el interior con interés.
La sudadera roja le tapaba el cuerpo y el cabello a la perfección, y aunque estaba acostumbrado a los kilos de maquillaje sobre él, cuando se los quitaba era ese hombre común que tanto amaba ser, y sus facciones aniñadas lo hacían pasar desapercibido constantemente. Se adentró hasta la barra y pidió un par de tragos, disfrutando de la suave música rock en el escenario, con una de aquellas bandas emergentes que tenían mucho potencial.
No se fijó en lo mucho que tomó, hasta que sus sentidos estuvieron jodidos por completo, mirando todo a su alrededor con luces de colores rosados que lo mantenían bailando en neblina suave. El centro de la pista era su hogar, meneándose lentamente con sensualidad, dejando ver sus dotes artísticos y fundiéndose con la melodía, hasta que chocó con alguien y se aferró a sus brazos fuertes.
–L-lo siento. —intentó.
–Hazte para allá, imbécil. —escuchó una voz rasposa.
–Ya te dije que lo siento. —elevó la voz, aferrándose a sus bíceps.
–Suéltame, maricón.
El solo insulto lo hizo buscar la cara del tipo, quien era mucho más alto que él, de grandes músculos y barba larga, mirada peligrosa y un paliacate rodeando su cabeza rapada.
–Pendejo, te metes en mi camino y todavía te pones de mamón. —espetó, obligándose a tomar fuerza de sus piernas para acomodarse.
Sintió las manos del tipo apretar el cuello de la sudadera, levantándolo ligeramente para que lo mirara a los ojos.
–Te crees muy listo, ¿eh? ¿Crees que un niño bonito como tú puede venir a este lugar y creer que todos van a respetarlo? ¿Crees que te debo respeto por algo? —lo enfrentó.
–Te pedí disculpas, tú eres el que sigue con lo mismo. —siguió, sin sentir la adrenalina que le advertía que retrocediera y evitara el contacto.
–Pues yo te enseñaré lo que es el respeto, entonces.
Sintió el empujón que lo hizo volar por los aires, chocando directamente con la esquina de una de las mesas y provocando que todo el aire en su interior se escapara en un intenso jadeo. Creyó ver estrellitas, y se sostuvo como pudo de los bordes para no desvanecerse. El dolor lo partía en dos, y ni su intenso entrenamiento en el canto lo prepararon para perder el aire así, sintiendo que estaba solo en el mundo salvaje.
El público se dividió entre los que buscaban pelea, y los que retrocedían para no intervenir, y al verse totalmente solo es que empezó a pedir a todos los santos que algo bueno pasara antes de recibir la paliza que posiblemente le costaría la vida.
El tipo se acercó de nuevo, jalándole la cabeza hacia atrás para golpearla contra la madera, y en el ajetreo dejó que su cabello se liberara. Su rostro pálido y su suave cabello castaño relucían entre las luces intensas del lugar, haciendo que su presencia fuera más llamativa de lo que le gustaría admitir. Estuvo a punto de gritar por el impacto, hasta que su mirada se dirigió al hombre que acababa de entrar al establecimiento.
La escasa inatención del hombre frente suyo lo impulsó a patearlo fuertemente en la entrepierna, escuchando su grito gutural de dolor puro antes de que se girara para enfrentarlo de nuevo.
Roier giró la vista instintivamente hasta el desconocido, hasta que descubrió bajo el casco los ojos azules de Cellbit.
Ayúdame. Creyó decir.
Antes de sentir el golpe en el estómago que lo dejó K.O en el piso, pudo escuchar pasos certeros de botas de cuero y tacón. Jadeó bajito mientras se hizo un ovillo en el piso, esperando las patadas y jaloneos propios de un grupo de matones masacrando su cuerpo, pero después de largos minutos de estrés traumatizante sintió las manos de alguien rodeándole la cintura y jalándolo hacia arriba como un saco de papas.
No gritó, ni se inmutó. Y luego se dejó hacer mientras el desconocido lo llevaba lentamente hacia la salida, entendiendo la situación así, pues la música se hacía cada vez más lejana. Sintió que sus glúteos tocaron algo duro y solo ahí elevó la cabeza para encontrarse con la mirada fúrica de Cellbit. Bajó la mirada otra vez, percatándose de las lágrimas que le mojaban las mejillas y luego sorbió su nariz, limpiándose con la manga de su sudadera.
–Lo siento. —consiguió decir.
–¿Qué haces aquí, Roier? —espetó.
–Vine a...
Olvidarme que me gustas.
–Solo quería tomar algo. —terminó.
–¿Tienes un bar privado en tu habitación de hotel, y prefieres arriesgar tu vida en un bar de mala muerte?
Los ojos perdidos de Roier se mantenían fijos en las rodillas de Cellbit, descubiertas por el pantalón roto que llevaba puesto.
–Me gusta venir. —admitió.
–Te gusta ser un irresponsable. —corrigió.
Roier se removió lo suficiente hasta darse cuenta de que estaba sentado sobre la motocicleta del cenizo, habiéndola visto ya muchas veces antes, sin haberse acercado ni una sola vez. Tenía sentido, él era solo su guardaespaldas y no podía acercarse mucho a él en cosas que no fueran estrictamente profesionales.
–¿Puedes llevarme lejos? —suplicó, sin mirarlo.
Escuchó el gemido de frustración de él, mirando de reojo cómo se jalaba el cabello con una mano, y fingía que lanzaba el casco al suelo.
Se sintió como un niño pequeño y tonto, irresponsable. Tal vez él tenía razón.
–¿Tienes idea de lo que hubiera pasado si algo te ocurría? —inició. –Ambos estaríamos arruinados.
–No fue tu culpa.
–Me pagan por cuidarte, Roier.
El silencio reinó en el lugar, sintiendo la incomodidad invadirle el cuerpo y solo dejó que las lágrimas lo recorrieran nuevamente, sabiendo que era el alcohol el que lo hacía sentir así. Se sorprendió cuando sintió el pesado casco de Cellbit sobre su cabeza, y miró a sus ojos azules mientras él lo ajustaba a su delicado rostro.
–Tengo que comer algo, me muero de hambre. —le explicó.
Roier asintió y se bajó de la moto, dejando que él subiera y la encendiera con un solo movimiento, quedándose absorto en su rostro hermoso y salvaje, con el cabello largo cayéndole por los costados y sus ojos asesinos atravesándole el corazón.
–¿Qué esperas?
Se acercó con rapidez a él y se abrazó a su cintura, suspirando nervioso por el intenso momento que estuvo a punto de vivir. Escuchó el rugir del motor y luego salieron a velocidad de ahí, sintiéndose mareado por todo el aire en su rostro, pegándole aún con el casco.
Se apretó a su espalda y aguantó como pudo, cerrando los párpados para no ver a donde iban. No le importaba, le confiaba su vida todos los días, le daba igual a dónde pudiera llevarlo. Se mareó cuando se detuvo, y luego sintió que le apretó las manos para indicarle que lo soltara. Así que abrió los párpados cuando él le estaba ofreciendo estabilidad para bajar.
Dio un par de pasos adelante y observó a su alrededor, era una gasolinera, con un hotel de una sola planta, habitaciones muy americanas para su gusto, pero con un pequeño restaurante que le hizo rugir el estómago.
Cellbit lo guio con la cabeza hasta una de las habitaciones y le abrió para dejarlo pasar, encontrándose con la simpleza de un cuarto rentado, sin muchas cosas a su alrededor. Él solía usar trajes negros con corbatas blancas, y había dos porta trajes sobre el gancho prestado del lugar. La cama permanecía tendida, solo con algunas arruguitas en la cubierta y las ventanas totalmente cerradas.
Encendió la luz y pudo distinguir mejor los detalles; tan rústica como lo pensó, no se veía cómodo.
—Iré por un par de hamburguesas, espero que no seas especial con la comida, pero es lo único que te puedo ofrecer, tendrás que comerlo. —explicó rápidamente.
Roier aceptó y avanzó al interior para sentarse en una de las dos sillas disponibles junto a la pequeña mesita. Permaneció en silencio hasta que Cell suspiró y salió del lugar, dejándolo encerrado y solo. Se levantó solo para explorar, mirando las escasas pertenencias que Cellbit tenía en el lugar. Un encendedor, una cajetilla de cigarros, monedas en el cenicero, y un par de chamarras de cuero.
Nunca lo había visto vestido con algo que no fuera un soso traje sastre.
Odiaba verlo así, y no iba a perderse la oportunidad de intentar estar lo suficientemente cuerdo como para recordar esta parte de su vida, que desde siempre había sido desconocida.
Se acercó con interés a su guardarropa y olió su fuerte aroma varonil, sintiéndose caliente desde el momento en que sus fosas lo absorbieron con tanta emoción. Recordó todas esas veces en que fantaseó con verlo cerca de él, donde sus manos se perdieran en su cintura y no solo para protegerlo o advertirlo sobre que estaba yendo muy lejos.
Se sintió frustrado por ello, alejándose de un salto cuando lo escuchó abrir la puerta, corriendo en dirección al cuarto de baño.
–¿Roier?
–Voy al baño. —advirtió.
Escapó de sus propios sentimientos una vez más, odiándose por ser tan estúpido para aceptar lo que llevaba tanto tiempo frenando en su corazón.
Salió con la cara y las manos limpias, y se acercó a la pequeña mesita donde Cell ya había acomodado parcialmente sus alimentos.
–También debo ir al baño, puedes empezar sin mí. —le explicó, caminando con seguridad lejos de él.
Roier terminó por desenvolver las hamburguesas y le dio un mordisco gigantesco para intentar bajar la cruda que sabía que lo mataría el día siguiente. Cellbit no tardó en acompañarlo y se fundieron en un amargo silencio de mordidas y sorbos de soda, sintiéndose tan lejanos uno de otro.
No sabían cómo iniciar una conversación, sus comunes contactos eran siempre dentro del medio, y Cellbit sabía bien cuál era su papel tras bambalinas. No se dirigían la palabra nunca, pero sí había visto los intentos desesperados de Roier por llamar su atención. No lo juzgaba, él sabía lo difícil que solía ser para el castaño relacionarse con cualquiera fuera del escenario, y era uno de los pocos que conocía el verdadero espíritu del joven.
Terminaron de cenar y Roier miró con sus ojitos cansados a su alrededor.
–¿Tienes sueño?
–Sí, creo. Estoy un poco cansado. —asintió.
–Te llevaré a casa entonces.
Roier hizo una mueca.
Pensar en enfrentarse al mareo de subir de nuevo a la moto, ahora con el estómago lleno, lo hizo imaginarse vomitando sobre la espalda firme de Cellbit. Se tomaron una pausa para ir al baño y para limpiar los residuos de comida, y luego lo encontró mirándolo desde la puerta para salir pronto. Asintió de mala forma y se acercó torpemente dispuesto a seguirlo, pero cuando él puso la mano sobre el pomo se impulsó para chocar con su espalda, aferrándose a su cintura.
–¿Qué pasa? —lo sintió tensarse.
–No me dejes solo, Cellbit. No quiero volver a casa.
Él suspiró, pero se obligó a intentar ser prudente.
–¿Por qué no? Estás más seguro allá. —masculló.
–Yo no tengo un hogar, Cellbit.
El silencio sepulcral los inundó otra vez, con Cellbit sintiendo el suave roce de los dedos de Roier, que se extendía sobre su brazo desnudo. La piel reaccionaba a su contacto, erizándolo con cada una de sus yemas, y luego intentando mantener la máscara fiera de él.
–¿Qué te hace pensar que yo lo tengo? —espetó.
–Esto me parece familiar. —sintió el aliento de Roier alcanzando su nuca.
Su cuerpo flaqueó un segundo, tensándose antes de girarse para enfrentarlo, quedando con la espalda pegada a la puerta y los ojos destelleando de algo indescifrable.
–¿Qué quieres, Roier? —frunció el ceño.
–Cellbit, me gustas. —murmuró. –Ni siquiera sé si puedo respirar contigo alrededor.
–Estás borracho. —culpó.
–Estoy valiente. —contraatacó.
–¿Qué quieres, Roier? —lo empujó con el pecho, recibiendo las uñas del contrario enterrándose en su camiseta sin mangas.
–Todo lo que quiero hacer es caer en lo profundo. —se empujó hacia él, con las manos buscándole el cuello.
–Estás borracho, no sabes lo que dices. —insistió.
Roier se acercó a él, haciendo rozar sus narices desde abajo, intentando eliminar la diferencia de altura entre los dos.
–Ni estando frente a ti siento que estemos lo suficientemente cerca. —murmuró, sobre sus labios.
–Roier, estás...
Lo interrumpió con sus labios hinchados, apresando su nuca con los dedos.
–Cellbit, por favor. —se detuvo un segundo.
–Nuestra relación es meramente laboral. —quiso alejarse.
–Cellbit, quiero que crucemos la línea.
¿Valía la pena el riesgo?
¿Valía la pena dejarse llevar en una noche donde el alcohol y las malas decisiones pudiera arruinar algo que Cellbit no deseaba arruinar?
¿Valía la pena corresponder a los sentimientos que por tantos años le costó arrebatar de su mente al saberlo fuera de sus ligas?
No podía mentirle al corazón, no cuando él había pronunciado esas horribles palabras que lo condenarían.
Me gustas. Me gustas. Me gustas.
Escuchó su gemido atrapado entre sus lenguas, y se alejó instintivamente, levantando las manos para rendirse a él. Mostrándole que, aunque dominaba en su mente, no podía dejarse llevar así, rompiendo acuerdos que él mismo firmó cuando lo conoció y se convirtió en su único guardaespaldas.
–Cellbit, por favor. —suplicó.
–No podemos hacer esto. —razonó.
–Bebé, mira lo que has iniciado.
Roier se descubrió el vientre, y pudo apreciar el bulto tenso bajo sus pantalones, dirigiendo su mirada instintiva a los pantalones de Cellbit que estaban peor de hinchados que los suyos. Por algún motivo la temperatura en el lugar había subido tanto de un momento a otro, y el color en las mejillas redondas de Roier solo enmarcaba un cuadro de inmoralidad de la que seguro se arrepentiría.
–Dime, ¿por qué has aceptado venir? —quiso parar.
–Porque no puedo esperarte más, llegué a mi límite, no tengo más control. Solo necesito que lo sepas.
–¿Esto realmente está pasando? —reflexionó el cenizo.
–He estado esperando años para que hicieras un movimiento, antes de que yo hiciera uno, pero nunca pasó nada. —lo culpó.
–Roier, soy tu guardaespaldas, mi trabajo es protegerte, me pagan por hacerlo. —se repitió más a él mismo que a nadie.
–Me gustas, Cellbit. ¿De qué otra puta manera te lo tengo que hacer saber? —se desesperó, quitándose la sudadera con todo y camiseta.
–Deja de decir mi maldito nombre así. —amenazó, con los ojos rojos de rencor.
–¿Por qué? —le gritó de vuelta.
–Porque haces más difícil que no te ame. —se exasperó.
Los labios de Roier se curvaron lentamente, entendiendo que lo tenía donde lo quería, y aunque no era precisamente una habitación cinco estrellas como las que solía visitar, nunca deseó más que alguien lo desnudara y le hiciera el amor. Se desabrochó los pantalones sin quitarle la mirada de encima, y se agachó con sensualidad para bajarlos, con las caderas elevadas y las manos decididas.
Caminó sin detenerse hasta la cama, recostándose en caída libre en un salto de fe que le costó todo, esperando a que el enorme hombre frente suyo diera un paso adelante.
–Así que... ¿Por qué no vienes, amor? Necesito alguien que me encienda. —incitó.
–¿Alguien? —dio un paso adelante, quitándose con una mano la musculosa negra.
–No, no alguien. —escuchó su suave voz. –Te quiero a ti.
Cellbit no perdió el tiempo, desabrochando el cinturón de un tirón, bajando tan rápido los pantalones hasta que rozaron el piso. Lanzó lejos el remordimiento y se posicionó sobre él, con los pantalones estorbándole sobre los tobillos, pero sin ponerse a pensar en dificultades.
Roier no debía prepararse, él siempre estaba listo a donde fuera, porque revoloteaba alrededor de Cellbit para encontrar una oportunidad que él jamás estuvo dispuesto a tomar, aunque le carcomiera el cerebro.
Sintió los dedos de él absorberlo, paseándose en su interior inquieto y caliente, preparado para él, solo para él. Con todas esas veces en que jugueteó con objetos que le recordasen a su deseo de que lo consumiera. No detuvo los gemidos, y se aferró al cobertor barato con intensidad, sintiendo que había valido la pena arriesgar su tonta vida ahogándose en el alcohol para olvidarlo, aunque irónicamente ahora se encontrara debajo suyo.
Se tensó cuando sus dedos se curvaron y lo hicieron gritar, apretándolo tan violentamente que él tuvo que forzarse para sacar los dedos de su interior.
–Por favor, lléname.
Sintió la saliva dulce escurrirle desde los testículos y luego contuvo el aire cuando el glande rosado se presionó sobre él, buscándole, exigiéndole, enterrándose en lo profundo de su espíritu. Era lo que imaginaba, era lo que siempre soñó. La grandeza, la presión, la intensidad de un cuarto haciéndose cada vez más pequeño. Sus gemidos cortados para no salir al natural, su frente con perlas de esfuerzo y sudor, su pecho tenso como un block de concreto.
Sus mejillas naturalmente bronceadas tintadas de rosa tenue, sus ojos azules oscurecidos por las pupilas cubriendo en totalidad, sus pecas adornando el cuadro maestro de su piel, de sus brazos.
Roier se convirtió en ese cúmulo de nervios que gemía, sin control de sus articulaciones, aferrándose a la piel detrás de sus rodillas para que Cell lo poseyera sin parar, sin freno, ni obstáculo.
Se descubrió a sí mismo golpeándole el pecho para que lo soltara, cambiando lugares para que el cenizo se acomodara entre las sábanas arrugadas. Se montó en su regazo y cabalgó de adelante a atrás con fiereza, moviéndose tan experto, con las rodillas girando hacia adentro en movimientos precisos que Cellbit agradecía con jadeos deliciosos.
Se apretó a su pecho mientras lo besaba con intensidad, repasando sus lenguas de vez en cuando para profundizar, gimiendo su nombre, enterrándose en su cuello, elevando los glúteos y bajando con agresividad provocando el ruido sordo del sexo con amor.
Te amo. Te amo.
¿Era tan difícil de pronunciar?
¿De cuándo acá te enamorabas así?
¿De cuándo acá se fantaseaba con ser todo lo que pudieran ser, sin ser?
Amarse por encima, siendo un poco peligroso.
–Esto está mal. —formuló Cellbit, apretándole las caderas con fuerza, adivinándole los pensamientos.
–Pero amor, así es como lo quiero. —gimió, frustrado.
Deseaba que su encuentro fuera como en su vida real, menos conversación, pero más roces en su cuerpo.
Cellbit lo tocaba constantemente, lo abrazaba, lo protegía como un chaleco antibalas, moviéndolo a su antojo, interponiéndose entre todo el mundo, aferrándose a su espalda tersa, a sus manos que lo jalaban hacia atrás siempre que las cosas se descontrolaban.
Y Dios, cómo había fantaseado con sus dedos entrelazando los suyos, acariciándole el rostro, la espalda y el cuello, con sus labios lastimados sobre los suyos de revista.
El contraste de pieles, de voces, de vellos, de sabores, olores.
Una experiencia divina, que le carcomía el cerebro hasta reducirlo a cenizas.
Tenerlo debajo suyo solo era el inicio de la perdición, del pecado y la estresante realidad de que ya todo estaría jodido a partir de ahora.
Me gustas mucho, mucho, mucho.
Roier alucinó cuando el orgasmo le jaló el interior del vientre, sintiendo que algo tiraba de un hilo a través de su ombligo, hacia abajo, hacia la vejiga, y todos los conductos, dejando que la lluvia dulce los bañara a ambos con intensidad.
Cellbit abrió los labios, derrotado, sintiendo el néctar salir de él con tanta fuerza que posiblemente atravesara tejidos como una bala, aferrándose a la cadera del castaño, con sus dedos marcándose como brasas a su alrededor.
Sintió su cuerpo desfallecer sobre su pecho y lo acunó con un abrazo para no permitir que huyera de ninguna forma, que no se desvaneciera como en sus sueños más profundos y realistas sobre ellos dos perdiendo el control de sus cuerpos.
Fue consciente de su erección hundida en él, con el calor intenso de su sexo, y por un momento estuvo a punto de volver a ponerse duro para él, pero no podría castigarlo así, ni forzarlo a que su cuerpo llegara al límite de lo permitido.
No supo cuándo se durmió, pero al despertar pudo encontrarse con la habitación en silencio, vacía y sin olor. Sonrió con dolor, y luego se carcajeó con maldad, y horror.
Estaba solo. Como siempre lo estuvo.
Cuando encendió el televisor pudo ver a Roier en pantalla, posando ante la prensa con una preciosa sonrisa cansada, con los ojos brillantes cual piedras preciosas y, sobre todo, con su chamarra de cuero puesta, odiando lo puto lindo que se veía. Lo recordó todo, tenía una entrevista temprano, así que lo más seguro es que se pidiera un taxi hacia el hotel, corriendo para arreglarse y llegar a tiempo, aunque su cuerpo no mentía, se veía cansado y atormentado por algo, que nadie podía descifrar.
Se cambió, después de una ducha rápida, y se acercó en su moto al hotel donde Roier descansaba en sus giras, encontrándose con su manager.
–¿Todo bien, hombre? —lo palmeó.
–Sí, ¿y Roier?
El hombre le dedicó una mirada indescifrable, pero luego la omitió.
–Ya sabes, siendo irresponsable. Veo que ni siquiera te avisó que debía estar aquí temprano.
–¿Avisarme? —lo miró, inquisitivo.
–Claro, eres su guardaespaldas, debes estar siempre detrás suyo. —le sonrió.
–Lo sé, no es un hombre muy cooperativo. —aceptó.
–Ahora me entiendes. —asintió. –Viene para acá, espéralo en la entrada, seguro habrá más fans que antes.
Cellbit obedeció y se acercó, esperándolo como de costumbre, pero... con una sensación distinta en el pecho.
La emoción de volver a verlo.
Se abrió paso entre los escalones y al abrirse la puerta del Mercedes polarizado, apenas tuvo tiempo de abrazarlo por la cintura para que nadie se le acercara, conduciéndolo dentro del edificio con los flashes apuntando a sus caras.
Roier se rio sobre su cuello, caminando y saludando como cada día, lanzando besos y dulces sonrisas a su alrededor. Cuando entraron convenció a Cellbit de que no estaría seguro hasta llegar a su habitación.
Un código simple.
Cuando la puerta se abrió no se despidieron, Roier hizo una invitación sin hablar, obligándolo a dar un paso adelante en la habitación, y luego aferrándose a sus labios para no dejarlo ir jamás.
Caminaron sin ver hasta la cama, y Cellbit no perdió el tiempo en quitarle su propia chamarra de encima.
–No sabes lo molesto que estoy contigo, estoy furioso. —le mordió el cuello.
–¿Sí? —gimió. –¿Enojado por qué, mi amor?
–Te vas sin dejarme una puta nota, sin despedirte, sin avisarme nada, te escapas de mí, cuando ayer me dijiste que te gustaba, ¿qué clase de mierda es esa?
Roier sonrió divertido, dejando que Cellbit le marcara el pecho con tintes invisibles de su saliva.
–Apareces en la puta tele, con mi ropa, y me haces rabiar así, deseándote otra puta vez. —terminó, con los pantalones abajo y la hinchada erección asomándose del bóxer.
–Yo también te extrañé Cellbit, y también quería llegar a casa para que me cogieras como ayer. —le sonrió, descubriendo su intimidad.
–Te haré pagar. —amenazó.
–Ojalá sea con tus labios recorriéndome la piel.
Roier se deshizo en gemidos ruidosos y manos torpes, caricias al por mayor, besos fugaces y almohadas mordidas. Las uñas escaldando en su piel, la saliva de Cellbit en su cuello, y sus piernas enredadas hábilmente sobre su cadera.
Parecía que él no lo perdonaría jamás, pero también parecía que solo se estaba cobrando todas esas veces en que se le escapó y apareció como si nada al día siguiente.
La única diferencia es que hoy lo abandonó en su habitación, dejándole un hueco en el pecho que le gritaba que lo hiciera volver a como diera lugar.
–Te quiero conmigo, Cellbit.
–Esto podría llevar algún tiempo. —negó.
–He cometido muchos errores, pero sé que esto jamás se convertiría en uno.
–Reconsidéralo.
–Lo haré bien esta vez, podremos hacerlo juntos. —suplicó.
–Te creo.
Se despidieron con un beso antes de que Cellbit adoptara su posición habitual, y luego se dedicaron miradas cómplices en cada encuentro que tenían, olvidándose de dónde estaban.
Roier casi lo besa en la presentación, hasta que escuchó la voz de Cellbit en su oreja.
–Todos nos están mirando.
Vio la sonrisa resplandeciente de Roier en su dirección, quemándole con fuego vivo antes de alejar la mirada de su rostro.
Mantengámoslo en secreto.
Cada contacto prohibido, un poco de escándalo y estarían acabados, pero no podían parar. Ninguno quería que los descubrieran, y Cellbit siempre resistía a sus impulsos de besarlo cuando él se le acercaba, pero a Roier le encantaba jugar, aprovecharse de acercarse al público para que él lo sostuviera cerca y lo apretara contra su erección.
Para darle celos al acercarse a chicos lindos, y luego se lo cobrara en el backstage, haciéndolo tragarse sus cumplidos con gemidos de placer. Sin conversación, pero más roces.
Sin dejar que nadie los viera.
Estaba tornándose peligroso, pero... ¿y qué?
Roier siempre podía decir que era parte del show, que tenía una faceta nueva donde el espectáculo podía alargarse hasta las manos de su apuesto guardia. Donde los dos únicos lugares que se vendían en primera fila eran para ellos dos en el sillón de su habitación, saltando y gritando a la par hasta alcanzar el orgasmo.
Porque se amaban, y todo el amor era bueno, no podían perderlo ahora.
Y seguirían en ello hasta que el mundo gritara algo al respecto.
Si es que se atrevían.