
Natalan trabajaba cada día de su vida, preso del bar donde podía obtener los ingresos necesarios para poder mantener a flote su matrimonio perfecto.
En realidad, si lo pensaba mejor, podía reconocer que no estaba ahora tan emocionado como alguna vez pudo estarlo, y que definitivamente el paso de los días sólo le demostraba lo difícil que era mantener el espíritu ante su rutinaria vida.
Quizá no estaba tan mal, pero haberse comprometido tan joven con alguien a quien difícilmente podía querer tanto como se merecía definitivamente lo había amargado considerablemente a través de los años.
¿De verdad estaba enamorado del hombre que lo esperaba en casa?
Quizá su motivación principal siempre fue llegar y encontrarse con él y esos modelitos reveladores que creía que encenderían la llama de su pasión. No estaba mal, Roier tenía un cuerpo hermoso, pero...
Había algo que nunca podría hacer.
Había algo en él que nunca lo terminaría de convencer, y ni el sexo duro y ruidoso eran algo que pudiera mantenerlo siempre atento. Después de todo, el amor y el sexo siempre son temporales, y pasajeros.
¿No?
Se abrochó fuertemente el mandil sobre la cadera y avanzó decidido a limpiar las últimas mesas sucias del lugar, faltaban menos de 10 minutos para poder salir de ahí y dirigirse a la casa a la que difícilmente le podía llamar "hogar". Avanzó decidido hasta la barra y sintió la mano de su jefe estrellarse en su pecho con fuerza.
–Te toca hacer caja. —le sonrió, avanzando y desapareciendo por la puerta de entrada.
–La puta madre. —masculló, apretando el mandil que recién se había quitado.
Solía salir a las 6 de la mañana, pero cuando su jefe decidía que era un buen día para joderlo le pedía que hiciera el corte de caja, y se asegurara que todo lo que se había consumido alrededor de la noche coincidiera con el dinero que habían recolectado. Era una tarea sumamente aburrida, y extenuante. Debía concentrarse para contar cada billete arrugado o centavo sucio, y debía revisar cada uno para descubrir si eran falsos o no. No tenía opciones, era el último que abandonaba el lugar y no siempre podía salirse con la suya para hacer que respetaran el horario que tenía por contrato.
La realidad es que no había contrato, y por ser un trabajador por palabra podía ser esclavo de las exigencias estúpidas de su jefe. Cuando le tocaba esa tarea podía ver los rayos del sol asomarse por el horizonte, odiando tanto ser tan tonto como para no quejarse al respecto. No podía engañarse, no podría obtener un trabajo mejor si ni siquiera había podido asistir al colegio, o buscado superarse más. Sabía de sobremanera que mientras él iba camino a casa, su esposo ya estaría levantado, habiendo limpiado ya todo el lugar, preparado el desayuno y puesto en los platitos dos tazas de café recién molido.
No estaba mal, tenía hambre, pero...
Sólo pensar en que le abriría la puerta con su bata de seda puesta y uno de sus calzoncillos "provocativos" sentía la cabeza doler.
No podía pensar en algo amable teniendo esa vista apenas entra al lugar que debería ser su descanso de todo mal. No quería ser grosero, pero que su esposo le pidiera constantemente que lo tocara era algo tan costoso y poco probable que ocurriera, porque no podía entender que simplemente deseaba tirarse a la cama y dormir lo que restara del día sin ser molestado ni una sola vez.
No se equivocó cuando apenas metió la llave y la puerta se abrió sin esperar, revelando la esbelta figura de su marido, el hombre castaño de dulces ojos ambarinos, la sonrisa hermosa y las piernas largas.
Echó un vistazo rápido al panorama y luego sonrió con cansancio, empujándolo brevemente para que se hiciera a un lado.
–Buenos días, Roier. —saludó, sin mucho afán.
Caminó hasta el lavadero para enjuagarse las manos, y luego giró de vuelta al comedor para poder desayunar, sin prestarle atención.
Roier lo miraba con una sonrisa de suficiencia, intentando obtener de él una pequeña mirada, felicitación o cumplido sobre lo que sea, al menos un par de palabras dirigidas a él.
–¿Cómo te fue hoy, amor? —habló, coqueto.
Nat lo miró con detenimiento, intentando pensar qué responderle esta vez, cuando todos los días le decía exactamente lo mismo, sin una palabra más, ni una menos.
–Igual que ayer.
Masticó lentamente el sándwich que le preparó y lo miró con más atención que antes, repasando la vista por su vientre plano y sus caderas prominentes, donde descansaban las manos de Roier. Espectó cómo pasó saliva con nerviosismo, lamiéndose los suaves labios lentamente mientras el calor recorría su rostro suave. Frunció el ceño y lo razonó, Roier no estaba mal, quería ir a la cama y coger, pero... deseaba otra variedad.
Se levantó cuando acabó y pasó por su lado, dejándole una estela del olor de su sudor, y subió las escaleras hacia su dormitorio compartido.
Roier suspiró con nerviosismo, recordándose que hoy era otro de sus días en racha donde él no lo tocaba ni una sola vez, y caminó con tristeza hasta su silla vieja, tomando asiento para mojarse las ganas en cada sorbo de café frío. Se distrajo lo que restó del día y para cuando reaccionó escuchó los pasos de su esposo bajando por las viejas escaleras de madera, levantándose por instinto para hacerle algo rápido para comer.
–¿Ya te vas? —se apresuró a decir.
–Casi, ¿tienes algo listo? —lo encontró en la cocina, observando sus movimientos erráticos.
–N-no, pero puedo hacer algo rápido. ¿Qué se te antoja? —intentó, sujetando fuertemente un huevo entre su palma.
–No te preocupes, comeré algo de camino, no pasa nada. Ya me voy, Roier. —restó importancia.
–¿T-te vas? ¿Seguro que no quieres que te haga algo? —insistió, avanzando un par de pasos.
–Déjalo, de verdad no es necesario. Nos vemos mañana.
Roier espectó cómo Nat salía de su casa y el silencio volvía a reinar en la habitación, quedándose con el nudo conocido que le hacía repiquetear el pecho de rabia, temblando hasta reaccionar y lanzar el huevo contra la puerta por donde cruzó, manchando todo a su paso. Se giró para sostenerse de ambos lados de la alacena y suspiró tembloroso mientras las lágrimas descendían de sus mejillas como cada día, hoy más incontrolables que ayer.
¿En qué momento todo se había ido al carajo?
¿En qué momento su feliz matrimonio se había arruinado?
No.
¿En qué momento su matrimonio fue feliz?
Era consciente de todo el daño que había sufrido intentando mantener la llama del amor en libertad, pero cada día se convencía más de que lo único que intentaba mantener a flote era su propio espíritu.
Ni siquiera comió, subió las escaleras y se encerró en la habitación, mirándose con rencor en el espejo por no ser lo suficientemente maravilloso para complacer a su esposo. No olvida la cantidad de veces que lo escuchó masturbarse en el baño, porque no deseaba tocarlo a él, porque no quería mancharse las manos de su esencia, ni permanecer en un mismo espacio sin pensar que tocarlo sería vomitivo.
¿Qué había de malo con su cuerpo? ¿Eran sus cicatrices? ¿Acaso sus naturales várices? ¿Acaso eran los pequeños plieguecillos que se formaban cada año? ¿No se supone que eso era normal?
¿Qué había en él que no dejara a su esposo amarlo como quería que lo amara?
Se quedó dormido muy entrada la madrugada y luego escuchó la puerta sonar, extrañándose por lo repentino que fue y levantándose por reflejo, con mucho miedo.
Se abrazó con la misma bata y ropa interior que mantuvo del día anterior, ni siquiera se había molestado en bañarse. Avanzó con cautela escaleras abajo, y volvió a escuchar el golpeteo, adelantándose para abrir la puerta de un movimiento.
–¡Hola! ¿Se encuentra la señora de la... —las palabras se interrumpieron de tajo, encontrando sorpresa en los ojos del contrario.
Roier se sorprendió de ver a este hombre desconocido parado en su puerta, con un aire tan despreocupado y sorprendido.
–De la casa. —terminó, mirando sus ojos ámbar flaquear.
–Creo que soy yo. —suspiró, irónico.
Él paseó sus ojos desde su cabello hasta su rostro, luego delineó el cuello, el pecho desnudo y el inicio de sus calzoncillos, después descendió por sus muslos desnudos y se detuvo en su tobillo cruzado.
–Bien... —lamió sus labios.
–¿Bien? —repitió Roier, con confusión.
–Discúlpeme, lo que quiero decir es que soy su nuevo vecino, repartiré leche en el vecindario todos los días. Por si le interesa puedo venir cada día a dejarle un litro o dos, depende de sus necesidades. —sonrió, dejando deslumbrado al castaño.
–Oh, no recuerdo que tuviéramos ese servicio antes, creo que es maravilloso. —razonó, pensándolo bien.
–Bueno, honestamente vengo de muy lejos, y me establecí aquí, mis padres son dueños de un rancho ganadero, y entre nuestras principales actividades siempre existió la distribución de leche fresca, estoy trayendo medio litro de nuestro precioso elixir para regalar a todos los vecinos aquí, y así puedan convencerse de que nuestro negocio es mejor que conseguir leche rancia del mercado. —explicó, extendiéndole una pequeña botella de vidrio. –Y esta es para usted.
Roier rio por la propiedad en sus palabras, sonrojándose ligeramente mientras reía.
–¿Qué pasa, no es apropiado? —lo vio fruncir el ceño.
–Es sólo que nadie me había hablado con tanto respeto, es muy divertido. —se carcajeó.
–¿Por qué lo dice? ¿No le gusta?
–Tenemos casi la misma edad, o eso aparentas, deberías hablarme como un igual. —sonrió.
–¿Y cómo lo haría si no sé su nombre? —se divirtió también.
–Puedes llamarme Roier, es mucho mejor.
–Está bien, Roier. Te llamaré así, Roier. —jugueteó con su nombre.
–¿Y tú qué? —fingió molestarse, cruzando los brazos.
–Yo soy Spreen, tu vecino de enfrente. —sonrió, con aire dominante.
–Bien, Spreen, te llamaré si quiero de tu leche. —comentó, inocente.
El silencio del chico frente suyo lo hizo reconsiderar sus palabras, y sintió la vergüenza partirle el cuerpo.
–O sea, que traigas más. —intentó, mirando a sus pies sin poder evitarlo.
–Tranquilo, no tendrás que llamarme, yo estaré puntual a las seis, o tal vez cinco y treinta. ¿Te parece? —lo calmó, restando importancia.
–Está bien, gracias. —se adelantó, empujando la puerta para cerrarla de una buena vez.
–Adiós, Roier. —se despidió, divertido, antes de dejarlo ocultarse detrás de su guarida.
Roier mantuvo la respiración como pudo, pero no evitó recargarse en la puerta con la botella de leche apretada sobre su pecho.
¿Qué había sido eso? ¿Por qué se sentía como si encontrara algo tan emocionante?
Podía sentir sus rodillas temblar, los vellos de todo el cuerpo estaban crispados, y sus dedos temblaban sobre sus labios, intentando cubrir su sonrisa afectada y nerviosa.
Spreen era el hombre más guapo que había visto en años, con esos ojos intensos y oscurecidos, con el cabello color cuervo y el cuerpo trabajado, no cabía duda de que eran de la misma edad, o quizá él era un par de años mayor, pero la complicidad que salía en su dirección por verlo como alguien parecido a él era hipnotizante. Su sonrisa complaciente, sus facciones duras, sus manos con las venas resaltando entre los nudillos y ese pecho duro donde se imaginó cayendo en picada, como las abejas a la miel.
No, carajo, ¡estás casado! ¡Concéntrate, Roier!
Roier.
Roier.
Hasta su nombre sonaba diferente si lo pronunciaban sus labios. Si lo acariciaba como si fuera un caramelo entre la lengua, y luego se enganchaba a sus ojos que se pasearon sin prudencia sobre su piel. Le quemaba el cuerpo, lo deseaba, deseaba que volviera a verlo directamente y que sus ojos lo recorrieran así, con esa chispa de deseo fiel.
¿Lo imaginó, tal vez? ¿Se está imaginando toda una historia que definitivamente no existirá más que en sus pensamientos retorcidos?
Sea lo que sea, la sonrisa no se quitó de su rostro, ni cuando se acercó a guardar en su alacena el bello elixir regalado por los dioses, o por ese Dios de 1.80 que se apareció como una divinidad en su puerta. La guardó ahí, celosamente, para que nadie pudiera verla, mucho menos beberla, y luego cocinó un manjar mientras tarareaba canciones tontas. Ni siquiera se fijó cuando su esposo llegó, sólo se mantuvo comiendo solo, recargado en la estufa, hasta que levantó la vista y lo encontró mirándolo desde el umbral.
–¿Y esto? —apuntó al huevo seco en el piso.
–Un simple accidente. —le sonrió. –Ven a comer o se enfría.
Nat se acercó a la mesa, que tenía una gran variedad de bocadillos, que en la vida había visto, o quizá alguna vez cuando empezaba su matrimonio y Roier quería impresionarlo. Quizá siempre quiso hacerlo, pero ahora viendo esto otra vez pensó en que algunos detalles se habían ido apagando con el paso del tiempo, dejándolos en el olvido.
Roier parecía extraño, con un brillo entusiasta que no se atrevía a cuestionar, porque no se sentía con el derecho de hacerlo después de ignorarlo por tantos años.
Comió en silencio, y se sorprendió con el rico sabor, pero se sorprendió más de no ver a su marido en su papel habitual de hombre necesitado, arrastrándose a sus pies e intentando llamar su atención sexual. Terminó y lo miró recoger los platos con emoción, girándose para lavarlos y tararear con calma, pensando si se había vuelto loco, o le había picado algo.
–Me voy a bañar. —anunció.
–¡Bien! —ni siquiera lo miró.
Nat subió las escaleras con desconfianza, intentando descifrar qué era lo que lo tenía tan contento hoy, pero se convenció que, en realidad, ni siquiera era algo que le interesara lo suficiente como para averiguar.
Roier permaneció atento a su entorno, sacando de la alacena su pequeña botella de leche para verla y pasarla entre sus manos, sin atreverse a beberla. Quería volver a ver a Spreen pero ¿debía esperar hasta el día siguiente?
Suponía que sí, pero la simple espera lo estaba mortificando.
Se convenció de que lo mejor era despejar la mente, podía fácilmente cometer una tontería si no estaba lo suficientemente concentrado. Así que ideó su plan maestro, paso a paso. Se escabulló en su habitación compartida, tomó una muda de ropa limpia y luego se arrastró con cuidado en el baño, dispuesto a tomar una ducha reparadora, efectiva y rápida.
Así hizo, se bañó, perfumó y arregló con infinita atención a los detalles, y luego salió de ahí, encontrando a su esposo completamente dormido todavía. Avanzó hasta su cocina, dispuesto a hacerle algo de comer para cuando despertara. Dejó los huevos con tocino cubiertos con una servilleta de papel y luego se dispuso a avanzar a la puerta, sorteando los restos secos del huevo del día anterior.
Abrió la puerta y avanzó un par de pasos, mirando atentamente la casa de en frente, donde se supone que vivía Spreen, e intentando tener un mayor panorama de lo que podría encontrarse.
Se desesperó cuando no encontró algo de él, y luego avanzó con hartazgo en dirección a la plaza principal del lugar. Ondeó su bolsa de tela y caminó sin preocupaciones por las calles llenas de ruido. Sorteó a quienes estaban a punto de chocar hombros con él, y luego se dispuso a meter algunas frutas para llevar a casa, pagó y se dirigió al puesto de verduras, prosiguiendo en automático a los demás puestos.
Su mirada se detuvo en un pequeño tumulto de gente rodeando a alguien, o algo, y caminó sin mucho interés para observar lo que había allí, sorprendiéndose cuando creyó reconocer una voz. Se hizo camino hasta que apareció la cabellera negruzca que esperaba, y sus ojos se encontraron con tal magnetismo que se mareó, de no ser porque alcanzó a sostenerse a ambos lados de la gran mesa donde se publicitaba.
–¡Acérquense todos! Aún quedan muestras de queso fresco de la familia De Luque. No se arrepentirán. —vociferaba, con una sonrisa coqueta en el rostro.
Roier frunció el ceño cuando escuchó los gritos y murmuros lascivos de las mujeres a su alrededor, alardeando sobre lo bien que les caía que un hombre como él estuviera en el lugar. Luego se tensó cuando sintió algo en los labios, y al fijar su mirada al frente pudo ver a Spreen presionando un poco de queso contra su boca.
–Vamos, pruébalo, no te arrepentirás. —le sonrió, muy diferente que a los demás.
Sabía que debía hablar para impresionar a su público, pero por algún motivo no sentía que debía impresionar a Roier, de ninguna manera, pues él era quien lo impresionaba solo con aparecerse así frente a frente.
Roier cerró sus labios lentamente sobre sus dedos y masticó con cuidado del pequeño bocadillo, abriendo sus párpados con sorpresa cuando el delicioso sabor lo alcanzó.
–Wow. —pudo articular.
–A tu servicio, Roier.
Mierda, otra vez esa voz.
¿Ahora cómo le explicaría a su marido que volvió del mercado sin dinero, pero sí con varios tipos de queso?
¿Comerían queso todo el mes, acaso?
Se sentó con cansancio en el comedor, pensando otra vez en Spreen, ¿cómo hacía para engatusar así a la gente? Tenía un poder nato de convencimiento, delineando las palabras correctas entre su lengua para que todos a su alrededor cayeran en sus encantos. Debería ser ilegal ser tan jodidamente guapo.
Se fue a dormir temprano, acurrucándose en su cama e intentando olvidar que había un par de ojos que deseaba que lo miraran una vez más, y siguió dormido, aunque sintió a su esposo llegar a su lado en la habitación. No quería levantarse para hacerle de desayunar, y luego no ser tomado en cuenta. Escuchó a medias sus palabras cuestionándolo, pero luego oyó que cerraba la puerta. Se acurrucó y se permitió dormir mejor, como no había hecho en tanto tiempo.
Despertó a medio día, asustándose por la forma en que su cuerpo le reclamó todas esas noches de desvelo, se arregló y perfumó, bajando para encontrarse a su esposo dormido con los brazos sobre la mesa, y luego salió corriendo en dirección a la plaza, encontrando el lugar de Spreen vacío, sintiéndose confundido.
Necesitaba verlo, necesitaba saber por qué su cuerpo lo obligaba a salir a buscarlo, necesitaba quitarse la impetuosa necesidad de conocer más de él, de entender qué era lo que lo jalaba al abismo. No lo encontró y eso sólo lo hizo enfurecer, obligándose a volver a su casa con las manos vacías y el corazón apretujado. Se quedó mirando al fuego en su estufa y luego hizo la comida para Nat, sin prestar atención a lo que él intentaba decirle.
–¿Te sientes bien? —levantó la voz.
–¿Eh? —intentó. –Sí, ¿por qué?
–Has estado... distraído. Se te quemaron los huevos. —señaló al sartén sacando humo.
Roier se apresuró a tomarlo, vertiendo los huevos en un plato limpio.
–Discúlpame, sólo me duele un poco la cabeza. —negó, apresurándose a dejarlo sobre la mesa.
Nat no hizo ningún otro comentario y espectó con interés cómo él no comía más que una pieza de pan. No preguntó, no se interesó lo suficiente, dio por hecho que era algo insignificante y terminó sus alimentos cuanto antes para irse de ahí.
Roier intentó entender si había alguna forma en que pudiera ver al hombre que quería ver, pero se rindió, dedicándose a hacer sus labores domésticas hasta que fue hora de dormir.
Despertó a las 5:30, por los ruidos en su puerta, y se levantó con confusión, avanzando con velocidad por las escaleras, hasta que se encontró de frente con la sonrisa tranquila de su pecado a cometer.
–¿Por qué no viniste antes? —formuló, ganándose la mirada confundida de Spreen. –Digo...
–¿Buenos días? Primero que todo. —sonrió. –¿Me necesitabas?
–N-no pero, no viniste como dijiste. —susurró.
–¿Qué no me escuchaste? Te dije que vendría el miércoles, el lunes te visité, el martes fui con mis padres para traer más mercancía y el miércoles reparto en las mañanas, y vendo en las tardes. Repitiéndolo así cada día.
Roier se sintió un idiota. Quizá había estado mucho tiempo pensando en otras cosas.
–Como sea. —continuó. –¿Te gustó la leche? ¿Gustas que te deje un litro o más para tu semana?
–Yo...
Ni siquiera había probado la que tenía escondida en su alacena, y seguramente no estaría en buen estado por haberla dejado en pleno calor sin refrigerar.
–¿No te gustó? —se desilusionó.
–No es eso, es que yo...
Los párpados de Spreen se elevaron con sorpresa.
–¿Ni siquiera la probaste? —se escandalizó.
–Discúlpame, no fue mi intención, es que no tuve la oportunidad, lo siento. —se explicó.
–No, no te preocupes, está bien. —sonrió, afectado.
–No, quiero más, quiero que me dejes más. —lo detuvo, sujetando sus hombros.
–Bien, si eso quieres está bien, pero al menos debes de probarla. —lo regañó.
–Pasa, te demostraré que lo haré. —frunció el ceño, jalándolo hacia el interior.
Spreen avanzó junto a él y lo observó acercarse a la cocina, aprovechando para mirar todo a su alrededor. Sonrió por conocer el interior del lugar, considerándolo adorable y acogedor.
Roier tomó dos vasos y los acercó a la mesa, dispuesto a servir ambos con la dulce leche fresca, pero él le detuvo la mano antes de servirle y negó con la cabeza lentamente.
-No necesito probar algo que yo suelo producir. —explicó.
El castaño asintió a sus palabras y luego acercó el vaso a medio llenar a su boca, deteniéndose solo para olerlo momentáneamente, emocionándose por lo vibrante de su aroma.
Dio un sorbo y casi gimió de satisfacción.
Spreen tenía razón sobre que, en comparación con la leche que vendían en el mercado, esta no sabía ligeramente agría, o extraña, sintiendo su estómago revolotear por el delicioso sabor.
Terminó con el vaso, y jadeó por la rapidez con la que lo bebió, quedándose perdido en sus pensamientos un momento.
–¿Ves? —Spreen acercó sus dedos para limpiar la comisura de sus labios, lamiendo la yema para no desaprovechar ninguna gota derramada. –Sabía que te gustaría.
–Tenías razón, es deliciosa. —sonrió, asintiendo con ebriedad, sin percatarse de su acto.
–¿Entonces deseas que te traiga más cada que haga entregas? —lo acompaño.
–Eso me encantaría. —asintió, sin más.
Spreen pasó la vista sobre su rostro y sonrió con coquetería por verlo tan entusiasmado por algo como ello.
–Pero no olvides que vendré solo los miércoles, usualmente vendo cuando es fresca, pero los demás días podrás encontrarme en la plaza central, ¿sí? Con quesos deliciosos. —aseguró, mirando los diversos quesos de su granja adornar el lugar.
–Esta vez me aseguraré de probarlos. —se adelantó.
El azabache rio sin evitarlo, asintiendo en entendimiento y se quedó mirando la sonrisa amplia en los labios del castaño, flaqueando levemente antes de recomponerse.
–Ro, debo irme. Necesito seguir tocando puerta a puerta y saber quién sería un excelente comprador.
–Anótame en esa lista.
–Oh, eres el primero en ella.
La sonrisa de Roier se ensanchó e instintivamente dio un paso hacia el frente, espectando la forma en que el cuerpo de Spreen se tensó apenas un segundo antes de mirar hacia la puerta.
–Te acompaño, sé que estarás ocupado y no quisiera retenerte.
Avanzó con falsa calma hacia la entrada, y le abrió la puerta, señalándole con la palma el exterior.
–Nos vemos la siguiente semana, Roier.
Se fue lo suficientemente rápido como para descubrir que sus rodillas ya estaban temblando por su cercanía, y que había hecho todo lo posible para que no lo notara. Apenas pudo cerrar la puerta antes de sentarse con la espalda pegada a la madera, con los dedos nerviosos cubriendo su innegable sonrisa. Se reincorporó poco después, pero se prometió ser lo suficientemente fuerte como para aguantar volver a verlo la próxima vez.
Pero no lo logró.
Se encargó de ir todos los días a su encuentro, exceptuando los martes, donde él no estaba cerca por visitar a su familia y traer más mercancía. Se convirtió en un comprador compulsivo, encontrando formas creativas de inventar motivos del por qué sus alacenas estaban llenas de queso de diversas variedades, o de litros de leche que aprovechaba en panes o galletas, en pastas con salsa de queso, o deditos empanizados. Fue un momento de revelación para lo olvidado, recuperando su preciosa fama de buen cocinero, sus ganas de encontrar cientos de recetas y olvidó que había un hombre que lo miraba actuar extraño cuando volvía con un lácteo diferente.
A su esposo no le llegó a importar lo suficiente como para preguntar, estaba convencido de que verlo tan feliz después de tantos años de tener una chispa triste en el rostro lo reconfortaba, porque ahora ya no debía tenerlo detrás de él como un perrito. Le encantaba eso, su matrimonio por fin se había arreglado, Roier ya no era el hombre tonto y necesitado que recordaba, ya no le hacía dramas innecesarios, ya no lo obligaba a tener sexo infructífero y soso, y tampoco le rogaba por besos dulces, o caricias sin sentido.
Por primera vez sintió que todo iba de maravilla y no quiso siquiera investigar los verdaderos motivos detrás de ello. Lo que no sabía, por supuesto, era que su adorado marido recibía visitas matutinas que poco a poco se iban convirtiendo en una costumbre íntima y pasional, con sonrisas coquetas y piropos indiscretos, con suaves roces y deseo contenido que, como una bomba de tiempo, se acercaba a su explosión.
Roier se acomodó el suave flequillo detrás de la oreja, mientras cocinaba el desayuno prometido y sin pronunciar. Spreen olía lo delicioso de los huevos y el tocino cocinarse lentamente al fuego, y sonrió ampliamente cuando él se acercó para dejar un café a su lado. La serenidad en sus rostros no hacía más que crear un cuadro de tranquilidad pura, de sencilla unión, de una pareja feliz que coexiste en el mismo espacio con armonía.
Desayunando juntos, riendo sin parar, contando experiencias tontas de tiempo atrás, en su infancia.
Spreen se limpió la comisura de los labios y le ayudó a llevar los platos al lavadero, dispuesto a ayudarlo. Sonrió cuando sintió los brazos de Roier rodearlo desde atrás para sujetar sus manos.
–No es necesario, yo lo haré, ¿sí? —comentó detrás suyo. –Además ya es un poco tarde.
Spreen endureció el rostro de repente, tensando la espalda y los brazos.
–Es cierto, ya casi llega él. —soltó sin más.
Roier se enrojeció, soltándolo lentamente y alejándose un par de pasos.
No se atrevió a rebatir lo que decía, sonriéndole apenas cuando lo acompañó a la puerta, despidiéndolo con una mueca triste y necesitada.
–No hagas eso, Roier. —lo regañó.
–No quiero que te vayas. —no mintió.
–Te veré mañana, ¿lo recuerdas? —sonrió, olvidando la tensión anterior.
–Sí, pero me divierto mucho contigo. —se abrazó a sí mismo.
–Te juro que no lo entiendo. —Spreen frunció el ceño en descontento.
–¿Qué cosa?
–Nada. —negó –Te veo mañana.
Roier asintió, antes de recibir un beso en la comisura de los labios, donde acostumbraba a sentirlos al despedirse de él.
Cerró la puerta y se convenció, esto no podía seguir igual. Esperó al día siguiente y se arregló lo suficiente, como solía hacerlo para su esposo, con esos conjuntos sexys que hacía tiempo que no desempolvaba. Colocó su bata de seda encima y salió al primer toque en su puerta, sin perder más tiempo.
Spreen se congeló en su lugar, mirando el escultural cuerpo del chico frente suyo, con ese ridículamente pequeño conjunto que resaltaba en su acaramelada piel y jadeó en sorpresa cuando sus dedos se enterraron en sus muñecas para hacerlo pasar.
–Roier, ¿qué estás...
Sus labios se cerraron por el impacto, congelándose en su lugar, con la espalda pegada a la puerta y los brazos colgando a sus costados.
Sintió los fúricos labios moverse en un compás ansioso, descubriendo el terreno, delineando con fiereza que se parecía al odio y al rencor. Gimió cuando su lengua acompañó el momento y ahí fue donde sintió que el aire le era devuelto a los pulmones, levantando los brazos sólo para aferrarse a su espalda baja, que temblaba bajo la suave tela. Se movió sin pensar, hacia atrás, llevándolo entre sus brazos para manipular sus torpes pasos en dirección a la cocina, donde lo empujó contra la mesa para detenerlo.
Roier jadeó con el golpe, abriendo más los labios para que Spreen lo explorara con más fuerza, elevando el rostro para que sus labios fueran más abajo, paseándose sobre su mandíbula y cuello. Lo empujó hacia atrás, retomando el control de sus extremidades y lo obligó a avanzar hasta chocar con la alacena más cercana.
–¿Por qué de repente? —jadeó él.
–Porque te deseo, y estoy cansado de negarlo. —contó, tosco.
–No podías ocultarlo, aunque quisieras, tu cuerpo siempre habló por ti. —sonrió, haciéndole un gesto para que se acercara.
Roier caminó hacia él, acercando las manos para tocar su cuerpo trabajado, bajando las manos por su pecho para llegar al borde de sus pantalones, con el cinturón de cuero incitándolo a dejar salir su más profundo deseo.
–¿De verdad lo harás? —elevó una ceja.
–Así sea lo último que haga.
Spreen siseó cuando sintió cómo pasó sus dedos por encima de su hinchada erección, que no supo exactamente cuándo apareció, pero sí creyó firmemente que fue desde apenas haber tocado su puerta.
Roier lo masajeaba con habilidad sobre la ropa, yendo cada vez más rápido hasta que la cabeza del azabache se dejó caer hacia atrás por la sensación deliciosa. Sintió apenas como un sueño cuando se deshizo del cinturón y bajó de un tirón los pantalones con todo y ropa interior.
Apenas abrió los párpados para encontrarse con su rostro tan cerca de su intimidad, arrugando el rostro cuando su lengua suave se extendió lentamente sobre él, llevándose un lánguido gemido que inundó la cocina. No entendía cómo el erotismo nato del castaño lo seguía tomando por sorpresa, pero ahora en un extremo que jamás imaginó.
Dios.
Esos labios que tanto imaginó, las noches de desvelo imaginándose sus pestañas moverse lentamente cuando lo miraba desde abajo, la ilusión de pasear las manos por su rostro para acariciarlo mientras lo acercaba a su cuerpo.
Sí, eso haría.
Se convenció de no parar las intenciones del chico, y solo se dedicó a pasear sus dedos sobre su mejilla, incitándolo a avanzar, convenciéndolo de que lo que hacía se iba a quedar tatuado en su cerebro.
Se agachó para deslizar suavemente la bata de seda sobre sus hombros y lo vio retroceder levemente para sacar los brazos de las mangas y volver a acercarse a él.
No ocultó su sonrisa cuando vio sus brazos desnudos, el color de las areolas en su pecho, o la forma en que sus afiladas clavículas resaltaban rojizas por la pena. No detuvo sus intensos ataques, ni pensó en mentirle una mueca sobre sus sentimientos, se dejó llevar gimiendo fuertemente porque así lo motivaba el corazón.
Roier sonreía mientras se movía, mirándolo atentamente a los ojos cuando sus impulsivos movimientos se lo permitían y chupó fuertemente la punta enrojecida y ansiosa. Gimió para acompañarlo, disfrutando el espasmo que le daba cada vez que sentía vibrar su garganta. No pensó en nada, sólo en desquitar la fogosa necesidad de escuchar a un hombre que disfrutaba lo que le hacía, que suplicaba con palabras entrecortadas que no se detuviera, que enredaba los dedos en su cabello para ejercer un poco de presión satisfactoria. Reconoció la tensión de alguien que está a punto de explotar y no se separó ni aunque él se lo pidió, resistiendo la embestida dura que terminó empujando el dulce elixir entre su garganta sensible.
–Mierda, Roier. —gimió, con los labios muy abiertos.
–Como sigas diciendo mi nombre así, te dejaré seco. —sonrió, burlándose.
–Eres un peligro. —jadeó, sosteniéndose de la alacena para recuperar el aliento.
Roier se levantó con cuidado, colocándose la bata otra vez sobre sus hombros y se detuvo un segundo sólo para observar el estado actual del que había escogido como su amante, que no sabía cómo hacer que sus pulmones funcionaran de nuevo. Le ofreció un pañuelo y luego lo ayudó a levantar sus pantalones y ajustarlos sobre su cadera, mirándolo feroz desde su cercanía, con la hebilla de su cinturón siendo ajustada con cuidado.
–Que tengas un excelente día, Spreen. —lo imitó, escuchando un leve gemido de entre sus labios.
Lo acompañó a la puerta y lo dejó salir, adentrándose en su solitaria cocina mientras la sonrisa lasciva lo recorría sin vergüenza alguna.
–¿Qué hiciste Roier? —se carcajeó, con maldad. –¿Qué mierda acabas de hacer?
Él lo sabía bien.
Se había vendido al diablo, al pecado, a la perdición. Se había dejado consumir por sus deseos más profundos, y el llamado del caos hacía eco en su cerebro.
Escuchó la puerta abrirse y no borró la sonrisa, sólo se giró a enfrentarlo, con un vaso recién servido de leche fresca. Se acercó a la mesa para dejarlo y luego se devolvió para tomar un vaso para él.
Nat lo miraba con sorpresa, esta actitud era desconocida para sus registros y verlo contonearse así, sin querer llamar su atención, luciendo terriblemente sexy y despreocupado, ajeno a él, cohabitando un mundo que desde hace tanto no reconocía, pero...
Esa mirada de advertencia y altanería lo tomó por sorpresa, con los labios hinchados y los ojos brillosos, con la piel reluciente y el buen olor, el olor a hombre fuerte y confiado.
¿Dónde había estado desde el inicio? ¿Por qué se veía tan distinto al hombre que conoció la primera vez?
Ni siquiera se molestó con él cuando le dejó una simple hogaza de pan sobre la mesa, y se retiró sin mirarlo hacia las escaleras con rumbo a su habitación.
Se quedó ahí, absorto en sus pensamientos, mientras sentía una erección creciendo debajo de sus pantalones.
No estaba mal, ¿no?
Roier era su esposo. Se había casado con él por algo, y aunque la pasión pudo haberse apagado alguna vez, no estaría mal mirar de vez en cuando el cuerpo que lo había deleitado tantas noches.
¿Por qué había perdido el interés en primer lugar?
Roier era el hombre más guapo que había visto en la vida, y no creía que hubiese pasado tanto tiempo sin mirarlo como lo que era; un hombre.
No.
Su hombre.
Cada día fue nuevo para él, nuevas evasiones, nuevas formas de ignorarlo, de hablar sólo para lo indispensable, o convivir levemente en los desayunos y comidas, empezó a desear llegar más temprano solo para encontrarlo con esos conjuntos deliciosos. Con ese aroma embriagante que emitía, producto de su intensa hombría. Con las caderas enrojecidas, las mejillas redonditas y las piernas ligeramente sudadas. Se dio cuenta de su falta de atenciones y ahí es cuando lo entendió todo.
Sabía de las artimañas comunes, cuando se ignora a una persona para devolver un poco del karma provocado y solo espera que la atención se devuelva. Cuando se hacen cosas así a propósito para llamar la atención, sin necesidad de mover un músculo. Y lo supo más cuando se acercó a él desde atrás y pasó sus manos sobre su cadera, para abrazarlo y enterrar su cabeza en su cuello. Sintió cómo se tensó y se resistió, olvidándose de pelar la papa que tenía en la mano y luego sonriendo con nerviosismo.
–¿Q-qué ha-haces? —tartamudeó.
–¿No puedo abrazar a mi esposo?
La sola palabra lo hizo enmudecer, Roier se dio la vuelta y lo enfrentó, mirando sus ojos azules con terror, lo que lo desconcentró de su objetivo.
–Claro que puedes. —afirmó. –Pero me asustaste, eso es todo.
Se removió hasta que se liberó, continuando con sus tareas diarias sin que lo pudiera alcanzar y luego dejó el plato caliente sobre su lugar.
–Se te hará tarde para ir al trabajo, amor. —sonrió.
Nat se quedó mirando el plato, preguntándose por qué estaba tan nervioso, o por qué se alejaba de esa manera, reflexionó una y otra vez, y lo obtuvo; Roier estaba nervioso porque lo trataba como al inicio de su matrimonio. Estaba fingiendo que no quería el contacto, pero en el fondo lo deseaba, como cuando jugaban así, como si no se conocieran o fuese algo prohibido. Y siguió viviendo una preciosa fantasía de un esposo desinteresado que lo provocaba para que cayera en sus redes.
Una mañana cuando llegó a desayunar no lo pensó más, apenas abrió la puerta se abalanzó contra él, empujándolo con fuerza como antes hacía, subiendo sus muslos a la mesa de madera y besándolo con desesperación, le enterró las uñas en la nuca y lo escuchó jadear deliciosamente sobre su lengua, dejándose llevar al límite. Sonrió cuando sintió sus manos golpearle el pecho para que se detuviera y siguió con su ataque cuando escuchó sus súplicas para que parara, deleitándose con lo hermoso que era que él le siguiera el juego.
Se tensó cuando le abrió por la fuerza la bata de seda que él intentaba cubrir torpemente y se detuvo a velocidad cuando encontró marcas violáceas sobre sus clavículas.
–¿Qué es esto? —se alejó lo suficiente como para mirarlo con prudencia. –¿Qué mierda es esto?
Roier tembló ante su voz, limpiándose la saliva de los labios y sin atreverse a mirarlo. Se cubrió el pecho torpemente y se recompuso, con las rodillas tiritando.
–Te he preguntado algo, contéstame. —insistió, inyectando los ojos en rabia roja.
–No es nada, en serio. —se adelantó.
–¿Le dices a eso nada? —elevó la voz. –¿Me estás jodiendo, Roier?
No.
La forma en que pronunciaba su nombre ni siquiera se parecía a la caricia conocida del hombre que ahora habitaba en sus pensamientos, tornándose vomitivo sin que quisiera que fuese así.
–Roier, la puta madre, ¿me estás jodiendo? ¿En serio? ¿Esto te parece bien? —gritó, fuera de sus cabales. –¿Quién te está cogiendo?
La voz de Nat lo paralizó, sintiéndose incapaz de pronunciarse o dar un paso atrás, no estaba bien, no quería que esto terminara así.
–Dime, ¿quién te está cogiendo? Porque definitivamente tú no serías capaz de buscarte a alguien para joder, tú siempre serás el que es montado. —siguió.
–No seas así de grosero. —pidió, con voz queda.
—¿¡Me vendrás a decir qué hacer!? —se acercó peligrosamente. —Parece que olvidas quién provee aquí.
Roier se agachó, pero no pudo prevenir el impacto.
Sintió el puño estrellarse en su estómago, quitándole todo el aire acumulado. Jadeó con fuerza y se dobló, sintiendo su pie estrellarse contra él una vez más.
–¿Quién te crees que eres? ¡Me mato por ti! ¡Trabajo todos los putos días en un puto lugar de mierda para ti! ¡Para mantenerte a ti! ¿Y haces esta mierda?
Los golpes llegaron por todos lados, sin posibilidad de cubrirse como quería.
–No me aportas nada, no das algo de ti, no eres más que un simple mantenido, y así me pagas. ¿Esto es lo que querías? ¿Atención? ¿Tan necesitado estabas?
Roier lloró en silencio, sin permitirle escuchar a él sus lamentos dolorosos porque no se lo merecía. Y gritó sólo cuando sintió sus manos jalarle el cabello hasta obligarlo a levantarse.
–Vete de mi puta vista y no regreses. —amenazó, sin tocarse el corazón.
Apenas encontró fuerzas para salir corriendo, cerrando la puerta a su camino y huyendo un par de metros adelante para tocar con desespero la puerta del hombre que sabía que lo recibiría con los brazos abiertos.
Spreen abrió con el rostro enfurecido, pero al verlo ahí solo buscó con la mirada la ventana de la casa de Roier, donde vio una figura rompiendo cosas sin parar. Abrazó a Roier contra su pecho y lo empujó hacia adentro para protegerlo.
Lo escuchó llorar y se aferró a su espalda para no dejarlo caer, guiándolo al sillón para que ambos se recostaran juntos, esperando que se calmara lo suficiente para explicar lo que había pasado.
Lo vio levantar la cabeza y se encontró con sus preciosos ojos ambarinos.
–¿Qué ha pasado? ¿Se ha dado cuenta? —murmuró.
Lo vio asentir y suspiró, delineando sus dedos en su fino rostro.
–¿Te hizo daño? ¿Estás bien? —sonó molesto.
–Estoy bien, creo que no me lastimó mucho.
Spreen se tensó y le arrebató la suave tela, mirando sólo pequeñas partes enrojecidas, que posiblemente podían llegar a ser un moretón.
–Voy a matarlo.
Roier negó, aferrándose a su pecho.
–No, por favor, no manches tus manos así. No es nada, yo también quería irme. —intentó.
–Nada de lo que digas me va a convencer, ese cabrón se arrepentirá de ponerte una mano encima. —apretó su agarre.
–Él no sabe que eres tú, no vale la pena, prefiero desaparecer.
Spreen le pasó las manos lentamente por la espalda.
–Nadie jamás te hará daño, y quien lo intente definitivamente no saldrá de esa. —aseguró.
Se quedaron allí, pero entre la adrenalina y el miedo Roier encontró en ello el coraje necesario para hacer valer las palabras de su esposo.
Él era el único al que montaban, ¿eh?
No, él podía ser montado, pero seguir dominando la situación.
Se acomodó en el regazo de Spreen y con fiereza nata lo colmó de besos y caricias toscas, encontrándose con los ojos centelleantes del azabache que lo inspeccionaba con una mueca de odio en su mirar.
–No me veas así, olvida la molestia. —pidió, moviendo su cadera en pequeños círculos.
–Es imposible, no puedo quitármelo de la mente. —negó.
–Entonces te haré olvidarlo. —amenazó, descubriendo su cuerpo de la bata suave y moviéndose de adelante a atrás.
Spreen lo miró con odio, pero no era para él, era la rabia que sabía que desataría sobre el hombre correcto. Sin embargo, no pudo negar sus muecas de placer que salían solas en cuanto Roier lo tocaba. Nunca habían llegado tan lejos, pero era lo que había buscado desde que lo conoció, y saber que después de tantos años sin ser tocado por nadie, ni por su esposo, él sería el afortunado ganador de sus caricias lo enloqueció sin más.
Le arrebató de un tirón el resto de tela que le cubría el cuerpo, y amasó sus suaves glúteos sin quitarle la vista de encima.
¿Este odio los llevaría a un lugar?
Definitivamente estaban siendo imprudentes, cegándose por la lujuria, del rencor y el dolor, pero no pensaban que eso pudiera ser un impedimento. Agradecían que fuera un paso que simplemente los orillara a terminar así; uno encima del otro y, eventualmente, uno dentro del otro.
Spreen se levantó sólo para que él le desabrochara el pantalón, y sin esperar más arrojó su camiseta lejos del sofá.
Parecían dos tontos enamorados, sin poder despegar sus labios más de cinco segundos, interrumpiendo sus movimientos porque el impulso de besarse los juntaba sin razón.
Lejos del poco o nulo raciocinio, el azabache retomó un poco de consciencia, frenando considerablemente la velocidad mientras le besaba las mejillas y le decía las cosas más lindas que pasaran por su mente, deseando que jamás olvidara que su corazón, desde el primer contacto, había terminado colgando debajo de sus piernas, amarrado a él, a su caminar.
Roier se detuvo en cuanto el miembro al aire de Spreen lo desconcentró, intentando que los nervios no hicieran que corriera lejos de su casa, temiendo que esta no había sido su mejor idea en mucho tiempo, pero al verlo ahí, temblando por él, sintió que no iba a parar hasta demostrarle que lo deseaba.
La forma inexperta en que engulló la piel tersa de su intimidad sólo despertó los deseos más profundos de ser el único que pudiese tocarlo o lamerlo así. Bajó sin detener sus movimientos, dispuesto a todo, dispuesto a dejarse consumir por su bien parecido cuerpo, por su perfecta composición, y ser el dueño oficial de sus pensamientos corrosivos de madrugada, esos que lo hacían tocarse sin gemir para que nadie se diera cuenta.
No se detuvo ni, aunque la anticipación del asco le tocaba la úvula. Y se deleitó con los gemidos entrecortados de Spreen, quien apenas podía mantenerse erguido lo suficiente como para no embestir sin piedad su boca, temiendo asustarlo. Apenas resbaló lentamente hacia atrás para que su espalda se acomodara en el sillón, pero sus caderas quedaran elevadas para maniobrar y ayudar a Roier a ir más profundo. Le pasó las manos por el cuello, la nuca y las mejillas, mirándolo expectante con las mejillas coloreadas y las pestañas adormiladas.
Le acarició los hombros, la espalda, el inicio de sus glúteos, y volvió una y otra vez, escuchándolo gemir de desespero. Arañándole la espalda para evitar perder el control y ser un animal. Tuvo suficiente, él no podía seguir siendo el único que se deshacía de placer. Se dedicó a viajar sus dedos hacia las caderas, y no frenó hasta que sintió el ligero hundimiento que le decía que había llegado al punto correcto. Repasó dos dedos sobre el anillo de músculos, y luego recolectó un poco de saliva para ayudar a guiarse, sonrió cuando lo sintió, apenas húmedo por el trayecto de su lengua traviesa que lo entretuvo mientras hacía algo de desayunar, en su casa.
Recordó cómo se aferraba a los lados de la alacena mientras él succionaba su entrada una y otra vez, preparándolo para quién sabe qué, para algo que quizá no harían nunca, pero que sabía bien que ambos deseaban.
Que ambos necesitaban.
No frenó el movimiento, empujando más fuerte para que sus gritos se amortiguaran entre su miembro apresado en los labios, sonriendo ampliamente cuando se encontró con sus ojos llorosos por el esfuerzo y las ganas de vomitar, pero no había otra cosa más atractiva que verlo perder así el control. Metió un dedo, metió dos, y lo masacró sin piedad para terminar de preparar su obra más preciada, la entrada al paraíso, o el camino a la perdición. Y luego lo miró cruelmente mientras sus labios eran incapaces de mantenerse cerrados y el placer lo demostraba a gritos. Cambió de posiciones, obligándolo a voltearse sobre su eje, quedando con las piernas y brazos apoyados en el suave sofá, con la cadera al aire. Se deleitó con la fina curva que partía de su cintura y se hacía más grande hasta sus muslos.
Ni siquiera pudo pensar en algo más que poseerlo hasta que sus sentidos se extinguieran, hasta que olvidara su nombre y nada en el mundo tuviera sentido. Se imaginó entrando en él y la emoción desbordó por sus poros, tomando su miembro para repasarlo suavemente sobre su entrada cada vez más suelta. Había algo de especial en que Roier tuviera nulas dificultades para soltar el cuerpo y entregarlo ya preparado para él, sabía que el nivel de confianza (y deseo) eran tales que ni siquiera dudaba en acomodarse para recibirlo. Solo confío y le otorgó su templo, su piel tostada y liviana.
Gimió cuando lo golpeó lentamente con la punta, enrojeciendo la zona que suplicaba por un poco de contacto, un poco de amor.
Y es que eso era lo que deseaba, que supiera que esto no podía ser solo una ocasión sosa y estúpida de deseo carnal que no significara nada. Él había querido poseerlo desde que sus dulces ojos lo miraron con inocencia, fingiendo que no sabía de sus intentos de llamar su atención, fingiendo que no se moría de amor por verlo ser tan dulce y torpe a su alrededor.
Spreen quería ver al hombre fuerte e independiente que sabía que era, él quería deleitarse con la fiereza de su corazón, quería que sus ojos lo siguieran solo a él, que sus labios lo besaran solo a él, y que su cuerpo le perteneciera. Por eso se vio a sí mismo empujándose hasta el fondo de sus entrañas, tan lentamente que pensó que se asfixiaría con el nulo aire respirable que él dejaba en la habitación. Se aferró a sus caderas, empujando una, y otra, y otra vez.
Amando la abrupta apertura y cierre de sus paredes, que parecían llevarlo cada vez más adentro, que lo apretaban con tanta fuerza que le dolió que él fuese tan sensible y pareciera querer retenerlo. Lo ayudó a levantarse, y lo acomodó en su pecho para que se recargara.
–¿Estás bien? —murmuró, colmándolo de besos.
–Jamás estuve mejor. —lo escuchó gemir.
Roier aprovechó que sus cuerpos se rozaban para elevar la fricción, moviéndose de arriba abajo, apenas restregándose en su pecho firme como roca, con las piernas haciendo todo el trabajo para no caerse.
Spreen lo sujetó lado a lado y se aferró a él para jamás soltarlo, gimiendo torpemente por la sensación embriagadora. No quería adelantarse, él se adaptó al ritmo que su amante colocó, sin ser tan brusco en la ejecución. Empujó cuando creyó que debía, y se quedó quieto cuando supo que empezaba a dolerle la fricción. Lo ayudó a lubricarse otra vez y continuó evaluando las cosas que le gustaban más, sin olvidarse que debía cuidarlo y no lastimarlo. Escuchó de él sus súplicas y lamentos, pero al preguntarle cien veces si lo que hacía estaba bien, cien veces recibió quejidos inconformes que terminaban en Roier sintiéndose cada vez más cansado de la situación.
Empujándose hacia adelante para recostar el pecho, sólo girando el cuello para mirar con súplica.
–Spreen, hazme gritar, duro.
Alguna mueca en su rostro debió delatarlo, porque cuando empujó sin más y escuchó el primer grito inesperado sintió que el alma abandonaba su cuerpo y lo poseía un demonio pasional que lo movía, persiguiendo la libertad de un orgasmo esperado. Se sintió vacío por un momento, como un cascarón que obedece las peticiones más puras de su corazón, y se dejó llevar sin prestar atención a los gemidos intensos y necesitados de aquel pobre chico.
Insistió hasta el punto de no retorno donde la niebla morada del placer lo cubrió casi por completo, solo permitiéndole poner atención a los sexys labios del hombre que gemía su nombre sin consideración, que se aferraba al brazo del sillón para encontrar el impulso suficiente para hacerse hacia atrás y encontrar el golpe escandaloso de sus caderas.
Roier no supo en qué momento su alma abandonó el cuerpo, elevándose en las sensaciones que desde hace tanto tiempo no tenía, en el sentimiento puro de sentirse deseado en los brazos de un hombre que no hacía más que demostrarle que lo deseaba, y no por simple compromiso. Se movió al ritmo que su apresado cuerpo le permitía, excitándose hasta por el peso de Spreen sobre su espalda, jadeando cuando sus labios se apretaron sobre su cuello y se empujaron para besarlo con fuerza.
Apenas pudo levantarse para sujetar desde arriba el borde del sillón, cabalgando con violencia para perseguir su orgasmo soñado, el que lo hizo retorcerse de falso dolor por la ansiedad de no conseguirlo antes. Jadeó sin pensar, gritó su precioso nombre que combinaba tan bien con su voz, y luego se tensó cuando sin poder evitarlo un chorro espeso salpicó el cubre sillón, improvisado con una sábana. Apenas pudo soportar el mareo intenso, pues al apretarse sobre él sintió cómo lo llenó con dificultad, entre sus paredes apretadas. Gimió cuando él lo abrazó desde atrás, y descansó la barbilla sobre su hombro.
Decidió que el mejor momento de su vida había sido superado por millas por este momento, donde se sintió más amado, más atractivo, más vivo. Era él, volvía a sentir la vitalidad que perdió a lo largo de los años, amando profundamente ser amado.
No se asustó cuando Spreen le besó el cuello y le dijo que lo quería tanto como podría expresar. No se asustó porque él le estaba asegurando que sentía lo mismo, o quizá más, que ahora pensaba que su vida no podría ser tan buena como lo fue ese momento, donde sintió que sus almas danzaban juntas hasta el fin.
Le sonrió cuando le ayudó a hacer todo lo que quería.
¿Quieres agua? Te la traigo.
¿Hambre? Yo cocino.
¿Quieres asearte? Yo te acerco.
¿Qué quieres de mí? Yo te lo doy.
Roier experimentó con una sonrisa en la cara la primera vez en su vida en que se sintió un rey, recibiendo todo lo que dio, y hasta más.
Lo amaba, y eso sí era aterrador.
Cuando se acurrucaron juntos por la noche el corazón le dolió, recordando que no podía ser un hombre malo, como lo estaba siendo ahora, habiendo roto la poca o nula confianza que su esposo tenía en él. No podía creer que fuera bueno dormir en los brazos de otro hombre, que amara a otro hombre y que ahora lo sintiera palpitar debajo suyo, con la mejilla pegada al centro de su pecho para escuchar su pausada respiración tranquila. No imaginaba que un día se sintiera protegido entre los brazos de alguien más, quien le ofreció todo su mundo a cambio de compañía genuina.
Durmió plácidamente y al día siguiente no lo encontró por ningún lado, sintiéndose extraño, con la cama fría. Se levantó como pudo, con los músculos llamando su atención por el dolor, y luego de arreglarse un poco salió para sentir el frío aire de la mañana. Miró a su alrededor y se encontró con Spreen volviendo desde la calle que apuntaba a la plaza. Lo observó y sonrió cuando él llegó a su lado con una sonrisa gigantesca, pasándole los brazos por la cintura y acercándolo para darle un beso.
–¿A dónde ibas? —susurró, sobre sus labios.
–¿Dónde estabas tú? —contestó Roier.
–Conseguí cosas frescas para hacerte algo rico para desayunar. —sonrió, mostrándole la bolsa llena de vegetales frescos, obtenidos en el mercado con la mejor calidad. –Soy amigo de muchos aquí, solo cobré un par de favores.
Roier le sonrió ampliamente y se acercó para darle un beso, sintiendo su corazón alegrarse como jamás lo hizo, Spreen no lo soltó, aunque él quiso alejarse, y lo besó sin temor a que la gente los encontrara en el umbral de su propia casa. Escuchó sus risitas amortiguadas entre su lengua y sonrió también porque su amor desbordante empezaba a ser cada vez más grande, en comparación con todos los días anteriores.
El mundo se detuvo para ellos, encerrándose en una burbuja inquebrantable que se alejaba de la realidad, quedándose el uno para el otro, sin prestar atención a su entorno, o a lo que pudiera pasar. Por eso Roier nunca escuchó los pasos acercándose, ni percibió la mirada quebrada de su esposo saliendo en la oscuridad para encontrarlos justo como no pensó hacerlo. Se había ido a trabajar, con la angustia de no volver a ver a Roier, con quien no pudo disculparse por sus estúpidas actitudes. Quiso detenerlo, quiso pedirle disculpas por haberlo dejado solo, por haber dejado de amarlo, de sentir que era algo bueno en su vida.
Roier no se merecía todo ese dolor, y quería arreglarlo.
Pero su corazón se detuvo cuando lo pudo reconocer. El cabello castaño, los ojos soñadores, las risas regaladas y sus suaves labios casi olvidados presionándose sobre otro hombre. El dolor le rompió el espíritu en mil pedazos, y sintió como si le hubieran enterrado una cruz en la frente. Se la merecía, después de todo. Había orillado a una persona buena a ser amada por otra persona. Pero la traición le seguía doliendo, marcándosele en la tersa piel debajo de sus cejas, extendiéndose como si le hubieran quemado la palabra "infiel".
Lo siguiente que vio fue que dos tipos le cerraban el paso, impidiéndole moverse o gritar, y lo último que vio al caer fue el rostro de Roier descomponerse al escuchar sus gritos de dolor, acercándose en cuanto pudo para sostenerlo, aunque había sido ya muy tarde. Se sujetó el pecho y sintió los borbotones de sangre escapar de entre sus dedos, donde antes hubo una navaja que le robó lo poco de vida que tenía. Escuchó a su esposo gritar, pedir ayuda y llorar, intentando frenar el sangrado con sus manos torpes.
Vio a Spreen parado detrás suyo, como un demonio con ojos rojos que se regocijaba de lo que pasó.
"El que las hace, las paga." Creyó escuchar de mil voces diferentes.
Miró a Roier a los ojos por última vez y logró decir, ahogándose en su sangre, que lo sentía mucho.
Se desmayó en sus brazos, y no pudo escuchar más de él, ni sentir nada más.
Los noticieros no tardaron en aparecer, llenando de primicias baratas e incorrectas, versiones distintas que todos daban, pero ninguno se atrevía a comprobar. Lo que sí se supo es que algo raro estaba pasando, y que él había estado metiéndose con algunas personas malas, que terminaron por cobrar algo que ya no le pertenecía; su corazón. Morir cargando una cruz ya era suficiente castigo, pero morir cargando tres fue lo que posiblemente hizo que jamás descansara en su eternidad.
La primera cruz la tuvo en la frente, la que más le dolió; la traición de su esposo que no podía reclamar por el profundo dolor de haberlo perdido desde mucho antes.
La otra en el pecho, la que lo mató; un ajuste de cuentas que sintió no merecer hasta el final, creyendo que quizá las cosas pudieron ser diferentes si no se hubiera permitido ser un hijo de puta.
Y la tercera en el noticiero, mintiendo sobre la realidad que los demás se negaban a aceptar; Roier era su esposo, pero nadie lo retrató así. Dijeron que estaba solo, que ellos solo se acompañaban en sus días y que había dejado un hueco en el pecho de su amigo.
Un amigo.
No, Roier debía ser más que eso, pero... ¿cómo podía luchar contra la imagen que demostraba a los demás, si siempre se encargó de decirle al mundo que Roier no era nada para él? Si pudiera volver a nacer elegiría amarlo como debería, o tal vez, no hubiese aceptado ser más que su amigo, en primer lugar, para liberarlo de los años de angustia y dolor por no ser correspondido como su otra mitad.
¿Roier estaría bien?
Lo estaba, ahora tenía alguien que genuinamente se ocupaba de hacerlo feliz en sus días más grises.
Nat no sería más que un par de días nublados, pero Spreen era su sol, su luna, el que lo iluminaba cada día y no permitía que se hundiera en el sufrimiento.
Si lo hubiese amado lo suficiente él ocuparía ese lugar, pero no lo hacía, no lo hizo, y jamás sería así.
Lo dejó ser feliz, no iba a arrebatarle nada más.
Había obtenido su castigo.