
El aire de la habitación estaba saturado de una tensión ineludible, como si el ambiente mismo anticipara lo que estaba por suceder. Alegría y Tristeza se encontraban en un universo íntimo, donde cada roce se transformaba en un estallido eléctrico que recorría la piel. Los cuerpos, húmedos de sudor y ansiedad contenida, se comunicaban sin palabras, en un lenguaje de deseo crudo y urgente.
—¿Estás bien? —preguntó Alegría, con voz ronca y aliento cálido rozando el oído de Tristeza.
Con la mirada nublada, Tristeza asintió lentamente.
—Me gusta —susurró, dejando entrever un temblor que delataba su vulnerabilidad.
Sin esperar más, Alegría, con movimientos torpes pero decididos, despojó a Tristeza de sus ropas: primero el suéter, luego los pantalones y, por último, la prenda íntima. Con manos temblorosas pero urgentes, recorrió la piel expuesta y se lanzó sobre ella. Besó su cuello con una mezcla de ternura y fiereza, hundiendo levemente los dientes mientras descendía por su pecho y vientre. La reacción de Tristeza fue inmediata: se estremeció, su piel se erizó y la respiración se volvió entrecortada.
Cuando Alegría llegó a la zona más íntima, sujetó a Tristeza con firmeza, separando sus piernas sin necesidad de preguntar. Su lengua, sin ceremonias ni preludios, se adentró provocando un jadeo ahogado que brotó de lo más profundo. Tristeza se arqueó instintivamente, aferrándose a las sábanas como buscando un ancla en medio del torbellino de sensaciones.
El ritmo era implacable, casi brutal. Al sentir cómo el cuerpo de Tristeza temblaba bajo su boca, Alegría intensificó su agarre, impulsada por una hambre desbordante y una necesidad incontrolable. Los gemidos se volvieron más rotos y urgentes; Alegría deseaba que cada fibra de Tristeza experimentara el placer sin reservas, sin tregua.
Entre sollozos y jadeos, Tristeza se dejó llevar. Su cuerpo convulsionó y, exhausta, se rindió ante la embestida de sensaciones. Alegría, observándola con una mezcla de deseo y algo aún más profundo, se incorporó lentamente, con los ojos fijos en el rostro vulnerable de Tristeza, en el leve temblor de sus labios y en el ascenso y descenso de su pecho.
Sin apartar la mirada, Alegría se retiró el vestido con movimientos pausados, saboreando cada segundo de anticipación. Con determinación, se acomodó entre las piernas de Tristeza, ejerciendo una presión firme y dominante. Inclinándose, atrajo sus labios en un beso húmedo e intenso que condensaba toda la urgencia acumulada.
Los cuerpos se fundieron en un roce íntimo, piel contra piel, calor contra calor. La mano de Alegría descendió, explorando y provocando, hasta rozar la entrepierna de Tristeza; de allí se escapó un jadeo ahogado. La espalda de Tristeza se arqueó en respuesta, entregándose a aquel contacto. Alegría esbozó una sonrisa al reconocer la entrega total, el deseo inconfesable que emanaba de cada centímetro de Tristeza.
Después de un instante, casi como para prolongar la magia del encuentro, Alegría se separó levemente. Con una mano decidida, bajó hacia su propia intimidad y, en un movimiento seguro, extrajo un miembro masculino palpitante, ansioso por reclamar lo que deseaba. Sin más preámbulos, se lanzó al acto. El embestimiento fue de un solo movimiento firme y seguro, desencadenando en Tristeza una tensión inmediata y espasmódica.
Con las manos aferrándose a las sábanas y las piernas temblorosas, lágrimas comenzaron a rodar por el rostro de Tristeza, pero Alegría no se detuvo. Se hundió en ella con un ritmo que combinaba hambre y desesperación, llenando la habitación de sonidos húmedos, jadeos entrecortados y el resonar de cuerpos en perfecta colisión. Tristeza se aferró a Alegría, enterrando las uñas en su espalda, buscando sostén en medio del torbellino de sensaciones.
Cada embestida se hacía más intensa, más profunda. Tristeza, inmersa en un caos de placer y emociones contradictorias, apenas podía contener el torbellino que se desataba en su interior. Sus piernas se enroscaban alrededor de la cintura de Alegría, suplicándole sin palabras que no cesara.
Entre gruñidos y gemidos, Alegría aceleró el ritmo. Tristeza, al borde de la contención, se dejó arrastrar por un último espasmo: el clímax la invadió con una fuerza devastadora, sacudiendo su cuerpo con oleadas incontrolables de placer. Alegría, bajo el peso de su propio éxtasis, se hundió una última vez antes de recostarse a un lado, exhausta pero satisfecha.
El silencio que siguió fue tan denso como la atmósfera que los había envuelto momentos antes. Solo el sonido entrecortado de sus respiraciones rompía la quietud. Tristeza seguía temblando, con el eco del encuentro aún impreso en su piel y su mente, mientras la humedad en el aire se mezclaba con el calor residual de su cuerpo.
Alegría, con los dedos apenas rozando la piel de Tristeza, trazó líneas invisibles sobre su espalda. Sus movimientos eran lentos, casi ceremoniales, como si estuviera dejando una marca indeleble. Entonces, con voz ronca y definitiva, susurró:
—Ahora eres mía.
Tristeza no respondió. Solo cerró los ojos y se dejó llevar por el sueño, su cuerpo relajándose poco a poco, vencido por el cansancio. Su respiración se tornó pausada, su pecho subiendo y bajando con un ritmo sereno, pero su piel aún ardía bajo la sombra de aquel encuentro.
Alegría la observó en silencio. Su propia respiración seguía agitada, sus pensamientos giraban en torno a lo que acababa de suceder. Pero algo en su mirada indicaba que no había terminado. No aún.
Se inclinó sobre ella, deslizando los dedos por la piel húmeda, sintiendo los rastros del temblor aún presentes. Sus labios buscaron el cuello de Tristeza, depositando besos lentos, calculados, dejándose embriagar por el sabor salado del sudor y la fragilidad de ese momento.
Tristeza se removió apenas, emitiendo un murmullo entre sueños. Alegría sonrió contra su piel, disfrutando de su vulnerabilidad, de la forma en que su cuerpo respondía incluso en el letargo. Su lengua trazó un camino descendente, recorriendo clavícula, hombro, bajando hasta el pecho, donde atrapó un pezón entre los labios, succionando con una suavidad engañosa.
Un jadeo escapó de los labios de Tristeza, su espalda se arqueó levemente, pero sus ojos seguían cerrados. Alegría sintió un escalofrío recorrer su propia piel, su deseo reavivándose. Su mano descendió entre las piernas de Tristeza, acariciando con un ritmo pausado, dejando que la anticipación creciera.
—Despierta… —susurró contra su piel, su voz ronca, cargada de promesas.
Tristeza gimió, su respiración se volvió errática. Sin embargo, aún parecía atrapada entre el sueño y la realidad, perdida en esa bruma donde el placer la reclamaba sin piedad.
Alegría sonrió de nuevo, con una mezcla de ternura y hambre. No tenía prisa. La noche aún era larga, y Tristeza, incluso dormida, seguiría siendo suya.
Alegría no pudo contenerse más. Con una mezcla de impaciencia y fervor, deslizó las manos por el cuerpo regordete de Tristeza, sintiendo la suavidad de su piel bajo sus dedos. Sus manos firmes la sujetaron por la cintura y, con un movimiento decidido, la giró hasta colocarla boca abajo.
Tristeza murmuró algo ininteligible, aún atrapada entre el sueño y la consciencia. Su respiración era profunda, su cuerpo relajado, pero Alegría no se detuvo. Se inclinó sobre ella, besando la curva de su espalda, bajando lentamente, degustando cada centímetro con avidez. Sus labios dejaron un rastro de calor sobre la piel sensible, mientras sus manos se aferraban con más fuerza a sus caderas.
El deseo la consumía. Alegría separó las piernas de Tristeza con una presión firme y, sin esperar más, se hundió en ella con hambre y determinación. Un gemido roto escapó de los labios de Tristeza, su cuerpo reaccionando al contacto con un estremecimiento involuntario. Alegría sonrió contra su piel, disfrutando de la manera en que su presa se rendía ante su toque, incluso en el umbral del sueño.
La habitación volvió a llenarse de jadeos entrecortados, del sonido húmedo de cuerpos fundiéndose en un ritmo creciente, insaciable. Alegría inclinó su cuerpo sobre el de Tristeza, atrapándola entre sus brazos, respirando contra su cuello mientras se movía con cada vez más intensidad.
Tristeza despertó por completo, ahogando un gemido contra las sábanas. Sus dedos se aferraron con desesperación a la tela, su mente nublada por el placer, por la entrega, por la inevitabilidad de lo que estaba sucediendo.
Alegría no le dio tregua. Esta vez, no había pausa, no había ternura. Solo deseo puro, hambre sin reservas.